Friday, December 23, 2005




Blanco

La transparencia de los sentidos.
Cada nuevo comienzo viene del final de otro comienzo.
Hacia la distancia, en círculos y espirales,
el invierno y sus castillos de hielo. Esculturas
frente al lago; la luna calla, congelada.
Caminamos hacia las montañas: Jean-Francois, mi
yo alterno, desdoblado en el futuro de mi posibilidad.
Los sonidos del bosque, los animales salvajes, los
miedos a la naturaleza tintinean al oído.
Me revuelvo en una gota de sol, en un racimo de cristal;
luego, me miro y te recuerdo, sollozo, callo.
Luminiscencia glacial; la huella del hombre petrificada
en la sonrisa de la luz.
Cae lentamente. Siglos pasan y seguimos aquí, de
pie.
Caemos nuevamente; y si de repente…
Ya casi oscurece. Volvemos caminando hacia el Hostal,
platicando sobre los posibles tiempos que vendrán.
Algún día, acaso en Lake Louise, en tu cabaña de retiro, o
en Maruata, mi rincón de mar, nos veremos de nuevo y,
manos unidas por el ritmo de los sueños, tocaremos el
djeembe.
Cae la luz; caen los sueños; caes tú.

Sunday, November 27, 2005


Recuerdo de una ilusión –o ilusión de un recuerdo.
Hay ciudades hermosas, tan únicas y llenas de vida, que nos hacen dudar de su existencia. Así pasa también con ciertas vidas, momentos en los que estamos vivos sin darnos cuenta, situaciones tan favorables, casi perfectas, que nos dan miedo, pavor de tan ciertas.
Vancouver es una de estas ciudades: una vida maravillosa, ajena en la distancia del tiempo, propia en la experiencia, no mía sino de otro, uno que la vivió, no yo sino otro, el que fui, antes de volverme arena, de regresar, si es que hay senda trazada, al camino de la vida, al supuesto destino preestablecido, donde el hombre vale por su trabajo, no por su esencia, por su ropa y su calzado, no por sus sentimientos.
¿Qué hace un hombre cuando lo tiene todo, cuando vislumbra su futuro, su felicidad asegurada por un presente fantástico, de bonanza y prosperidad, de falta de creencia y abandono del culto, como buen seguidor del sueño americano? Pues vive contento, dirías tú. Pero, ¿cómo es que algunos deciden abandonar esa segura felicidad por un destino incierto? Simplemente no lo se; lo único que me atrevo a decir, es que yo escogí la arena sobre el concreto, la carcajada espontánea a la sonrisa programada, el llanto necesario a el sollozo injustificado.
Vancouver lo tiene todo. En el verano: mar, islas, lagos, bosques, playas, fuegos artificiales al compás de la música; en el invierno: montañas para esquiar, centros comerciales comunicados por tubos en la ciudad, nieve, viento, lluvia, calefacción. Cuando uno vive en una ciudad como ésta, no hay a donde ir: ya está donde tiene que estar. Así pasan los días, los años, las vidas. La economía se mantiene, los amores van, vienen; sueñas de día la ilusión de vivir.
Dicen los canadienses, o por lo menos Douglas Coupland, que ellos son la primera generación nacida sin Dios. En la ciudad casi no hay templos, o sí los hay, pero de muy diversas religiones. En vez de pedir a Dios, piden al gobierno y, sorpresa, todo se les concede. Pero en esa supuesta abundancia ha desaparecido la magia de creer: It is better to loose an illusion than to find a truth, con esta frase colocada sobre un bar del barrio de Gastown, se define su falta de fe, su abandono a la vida. Acaso esa fue una de las razones de mi regreso a México: la creencia de los mexicanos en la familia, en los valores, en algo superior, en Dios.
Me podría hacer tantas preguntas, deambular sobre la hoja en blanco, como si fuera leñador o fontanero, barrendero o cocinero –¿lo fui? –, llenar páginas y páginas, como lo hiciera Kertesz en su última novela pero, ¿para qué? En el momento de reflexionar sobre el tiempo, se va el de la reflexión; siempre un paso atrás, en el intento de ir adelante. La vida no es más que una ilusión; para mí, Vancouver también lo es.


Go

París es como una puta. Desde lejos parece cautivadora, no puedes esperar tenerla en los brazos. Y cinco minutos después te sientes vacío, asqueado de ti mismo. Te sientes burlado.
Henry Miller, Trópico de Cáncer.


Anduve tras de ella durante todo el día.
A orillas del Sena la buscaba, me acercaba y,
al intentar atraparla: ya no está.

Dos viejos chinos, con su hoja de retratos a un lado,
jugaban plácidamente, bajo ella.
Me acerqué; a duras penas nos dimos a entender.
La partida estaba por llegar a su final. Emocionado,
acepté el reto.

Ciertamente, fue una paliza.
Di las gracias, me alejé hacia el jardín.
La miré de reojo, a través de las palabras de paz.

Viajar en círculos
Al salir de Barcelona, una semana antes, quedé con Luis y su primo de vernos en Ámsterdam. Él tenía que asistir a la boda de uno de sus amigos, con quien probó por primera vez el MDMA y que, recientemente, le había regalado un ácido. Me contó cómo esa noche sintió el amor por una de las asistentes a la fiesta. No dejaban de tomarse las manos, unidos por la fantasía de creer en el amor. Como ese recuerdo había quedado tan profundamente guardado en su memoria y, ante la ligera sospecha de verla de nuevo en la boda, apostó su vida entera al encuentro. Yo marché a la aventura, al viaje que atravesaría el sur de Francia, vía Montpellier, y de Alemania, pasando por Munich, para llegar a Praga, en la República Checa, pasar unos días ahí y, luego, subir por Alemania rumbo a Berlín, luego Bonn y Colonia; atravesar la frontera y llegar por tren entre los campos con molinos de aire modernos de Holanda hasta llegar a mi destino de encuentro. Semanas distintas: una de cierre de círculos –mi amigo dejaba Barcelona para regresar a Guadalajara después de haber pasado un semestre de intercambio– y otra de aperturas por las nuevas visiones de lugares desconocidos por los que yo rondaría.
Llegué a la estación de tren y, de inmediato, dejé mi backpack en un casillero para disfrutar el día, recorrer los cafés de la zona roja y encontrar un hostal donde pasar la noche. Salí de la estación y atravesé un puente (la ciudad está llena de puentes; de hecho, cada manzana es como si fuera una isla unida por cuatro puentes) y caminé por una de las avenidas principales que tenía carril para el tranvía, los autos, las bicicletas y los peatones, todos al mismo nivel de piso y separados únicamente por líneas y símbolos indicando cual es cual.
Caminaba por el Barrio Rojo, entre los famosos cafés con su variedad de cannabis en el menú: White Widow, Purple Haze, Skunk, Northern Lights; las ventanas que resguardan a las prostitutas más diversas del mundo: desde la escandinava de piernas largas a la china que parece casi enana; de la esbelta mujer de cabello castaño y ojos color miel a la gorda de 150 kilos con lonjas rebosantes por doquier. Aquí hay toda la libertad para todas las fantasías. Apenas unas cuantas cuadras y veo, a lo lejos, a mis amigos caminando en mi dirección (la última vez que me pasó un encuentro parecido fue en Real de Catorce, cuando yo iba entrando con Jesusito el de Zacatecas y nos encontramos cara a cara con mis papás) y, acelerando el paso, nos abrazamos con la alegría de los encuentros no buscados pero logrados a final de cuentas. A partir de ese momento, comenzó una semana de andar en círculos por la ciudad, un ir y venir de un sitio a ningún otro, de otro lado a siempre el mismo.

Thursday, November 17, 2005


En las alas del deseo

Uno llega a las ciudades por diferentes motivos. No siempre son las ganas de ver los grandes monumentos –que generalmente ya hemos visto al televisor– sino recuerdos, sueños, deseos y evocaciones. Entre lo cierto y lo ficticio, imposible saber. Sin embargo, uno se da cuenta al final de cuentas –valga el recurso– hasta que ha pasado el tiempo adecuado. Y éste, ¿cuál será? Pues justamente ahí está el meollo de nuestra existencia, no sólo en cuanto a viajes o ciudades nuevas, sino a vidas vividas en el instante o en el futro que seguramente nunca llegará tal cual deseamos. Un hueco y todo se vuelve una jarra de porcelana en manos de un niño de apenas dos años; un ligero trastabilleo y el universo cae de bruces.
Yo llegué a Berlín en las alas del deseo o, mejor aún, tan lejos, tan cerca, tarareando y murmullando la tonada de Bono, al lado de la bellísima Natasha Kinski y su mirada de ángel –porque es un ángel– a través del marco de Wim Wenders. Durante muchos años de mi vida he viajado a través de la pantalla de cine. La televisión apenas si la he visto; de hecho, nunca he tenido una televisión propia. Recuerdo que en cierta ocasión mientras compartía departamento con un amigo colombiano en la calle Haro en Vancouver, decidimos rentar una TV de 50 pulgadas sólo para jugar Playstation. Parecerá absurdo pero era cosa seria. Yo sabía los nombres y las características de los jugadores y equipos de la NBA gracias a los videojuegos; Leo se quedaba jugando todo el día, mientras vivía su refugio canadiense y su exilio permanente debido a ser demasiado millonario en Colombia y temer ser secuestrado si volvía. Sólo nos duró 4 meses el gusto: habíamos contratado por 3 meses pero, al no pagar el cuarto, llegaron los de la tienda a recoger su equipo. En cambio, el cine siempre ha estado cerca de mi: en la Pacifique Cinematheque de Vancouver vi mi primer película de arte, larga, aburrida y sorprendente: Solaris de Tarkovski. A partir de ahí comenzó mi interés por el cine hasta ir casi todos los días en ciertas temporadas, sobre todo cuando hay muestras.
El cine de Wim Wenders se convirtió en mi favorito después de ver Tan lejos, tan cerca y admirarme de la vida de los ángeles caídos y su deseo de sacrificar la eternidad por unos cuantos momentos de amor intenso y terrestre. La belleza, la magia y el asombro se combinaban para crear una atmósfera de esperanza: aunque a veces uno se siente solo en el mundo siempre esta por ahí su ángel guardián. Y no es sólo uno: andan sueltos por el mundo, los que han decidido caer y los que siguen mirando desde arriba y descendiendo cuando un alma cae. Y todas estos ascensos y descensos no podrían haber sido explorados cinematográficamente de una mejor manera que desde las alas de la Reina de la Victoria en Berlín, ciudad que fue destruida, cambiada y reconstruida en unos cuantos años, donde se siente un aire de cambio y progreso aunado a la nostalgia de los tiempos que se van y no han de volver. Caminando por el Tiergarten uno puede sentir una dualidad: abajo las prisas de los hombres, arriba la tranquilidad de los ángeles.
Wenders es un viajero permanente, un hombre que toma la cámara como revolver y sale a disparar al mundo, a captar lo bueno de la existencia, de esa prisa permanente por encontrar la tranquilidad y los buenos sentimientos. Y así descubre a Madredeus, con sus guitarras y, de nuevo, una voz angelical. Con una cámara en manos de un niño y un micrófono sale a registrar los sonidos de Lisboa y narra su historia mediante la música. Luego viaja a Australia donde cuenta la historia de una máquina que permite ver lo que una persona está imaginando. La obsesión por las imágenes nos lleva a querer retratar y cuantificar toda la realidad: aquí es la vista y la memoria lo más importante para el hombre. después viaja a Los Angeles, al Hotel del Millón de Dólares donde viven seres abandonados por el sistema, exiliados en su misma ciudad, en su propia realidad. Con esto demuestra que no es necesario el traslado a una región remotísima para viajar, para mover la concepción del mundo. Un hombre muere y, a partir de este punto, la vida gira para todos los habitantes del hotel. Si Natasha fue la diva de Paris, Texas y Tan lejos, tan cerca, ahora es Mila Jovovich la que brinda la belleza femenina a la pantalla. Con su parte de locura y desesperación, sus ojos a medio mirar y su sonrisa apagada por el llanto, Mila sigue dando esperanza a uno que otro loco del lugar.
Quedan películas por contar, lugares por recorrer, mujeres por amar. Queda vida, sobre todo vida, en las alas del deseo.

Poesía en la calle (o en el metro, según la ciudad)

1. En el corte está la precisión, la finura del universo vuelta arena, la trama escondida de la conciencia; confusión, desasosiego: certeza. Meg Ryan se masturba boca abajo, semidesnuda, mientras sueña con la posesión del amor, la entrega total, el temor a la pérdida. Así es la poesía, temor y posesión, encuentro del universo dentro de uno, propio por conocido, distante por exacto. Ella goza en el recuerdo, en el deseo: futuro vivido de antemano. Se alimenta de poesía, mientras va de casa al trabajo, del trabajo al bar: lee los fragmentos de poemas desplegados como publicidad dentro del metro de Nueva York. Y en sus ojos el negro letargo de la noche... He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas… Las gentes sencillas son las únicas que no buscan la felicidad… Sí, NY no es únicamente las torres gemelas –ahora derribadas–, Paul Auster, Woody Allen y los Mets. NY, como Praga y Londres, donde también se da el programa Poesía en tránsito, son ciudades interesadas por la cultura: ciudadanos lectores, escritores, artistas y fotógrafos. Ciudadanos que viven una vida cosmopolita, en un flujo diario de diversas culturas –son capaces de diferenciar a un chino de un japonés–; desayunan hot dogs, comen borscht, cenan chow mein. Leen, siempre leen.
2. Hace unos años, nuestro gobernador, dijo: No daré un peso para la cultura mientras exista una calle que pavimentar. Curiosamente, vivimos en una ciudad de baches infranqueables, de agujeros –¿está demasiado hondo o voy cayendo demasiado lento? –, de no lectores. El arte debe salir a las calles, la lectura no debe estar confinada únicamente a las bibliotecas públicas (en Gdl hay 6 millones de habitantes y ni una biblioteca pública; la del estado sigue en remodelación, por un bache: el del sismo pasado). Los viajes y la lectura son los peores enemigos de la ignorancia, según Wilde, ¿o era Grey? Sino hay arte, ¿entonces fútbol y religión?
3. Una de las mejores maneras de conocer una ciudad es a través de los escritores que vivieron en ella. Tomemos el caso de Praga, una ciudad sin baches, que no nada –aunque a veces sí lo haga, literalmente– en la abundancia económica, donde vivieron Kafka, Dvorak, Kundera. Allí, uno puede caminar por las callecitas, como de cuento de hadas, por las que anduvieron los de los amores ridículos o los procesados. En Praga también vivió Miroslav Holub, uno de los mejores poetas checos. La poesía de Holub puede leerse, como la de Whitman en NY, en el metro: Aquí también hay paisajes de ensueño/ lunares, abandonados... La palabra penetra entre nosotros y el dolor/como una excusa del silencio.
4. Entonces, la cultura no puede depender de los baches de una ciudad, ¿o si? En Gdl hubo un intento, según me platicaba Raúl, por parte de Dante, de llevar la poesía a la calle: en sus tiempos de estudiantes de letras, imprimían carteles con poemas y los pegaban en las paradas de camiones, o buses, para nuestros amigos castellanos. En nuestros días, ¿se hace algún esfuerzo por llevar la lectura a la calle? Me gustaría pensar que la respuesta es un simple y bello: sí.

Monday, October 24, 2005

Cadacques
(puerto donde Dalí pintó, vivió y amó a Gala)

Hay viajes en la vida que duran por siempre; otros, no tan largos, suelen pensarse mucho antes de hacerse, aun antes de saber de la existencia del lugar a visitar. El motivo de cada viaje, de la visita a cada lugar, siempre es distinto, aunque, en general, se reduce a una sola cuestión, independientemente del lugar visitado: el conocimiento de uno mismo. Esto es sabido por los verdaderos viajeros, desde los que recorren el mundo entero, dándole varias vueltas, hasta los que nunca abandonan su casa, su cuarto, su sillón, como lo hiciera Lezama Lima.
Viajé por primera vez a Cadacques[i], por lo menos en la imaginación, hace unos 15 años, al comprar un libro de la serie Taschen sobre la obra pictórica de Salvador Dalí, quien seguía con vida en aquel entonces, y pasara sus veranos en esta villa de pescadores, rodeada por montes de olivos, en la Costa Brava del Mediterráneo, casi en la frontera entre Francia y España. Dalí fue mi primera aproximación a la pintura y al arte en general. Imposible describir todos los sentimientos originados por sus pinturas: las jirafas en fuego, los relojes derretidos, los panes sodomitas, el tigre que nace de un pez que nace de una granada, sus grandes bigotes y, su musa: Gala, con quien compartiera gran parte de su vida.
El amor de Dalí y Gala (ex-esposa de Paul Eluard) es único –o demasiado común– en la historia del arte. En el libro de Taschen, leí esta historia, contada por Conroy Maddox (la traducción es mía):
Una noche en que ella lo visitaba, Dalí tomó su mejor camisa y la cortó lo suficiente como para dejar la panza a la vista. Después, se la atoró sobre los hombros y el pecho. El cuello había sido removido totalmente. Se volteó los calzones hacia fuera, se rasuró los sobacos y, después, los tiñó con detergente azul. No completamente satisfecho, se intentó lavar lo azul y se rasuró hasta que le sangraron los sobacos y, luego, hizo lo mismo con sus rodillas. En cuanto a perfume, sólo pudo encontrar Eau de Cologne, la cual lo enfermaba; así que hirvió grasa de pescado en agua, agregando un poco de mierda de cabra y algo de grasa de res, para hacer un ungüento que se untó por todo el cuerpo: estaba listo para verla. Al asomarse por la ventana y verla llegar, se dio cuenta de que todo lo que había hecho no era más que su atuendo nupcial.
Dalí y Gala pasaron varios veranos en Portlligat, puerto al final de la bahía, al norte de Cadacques, donde tenían una casa, formada por un conjunto de barracas de pescadores, estructuradas de forma laberíntica y docoradas por ellos mismos a lo largo de más de cuarenta años, desde 1930 hasta los años setenta. De aquí el motivo de mi viaje a esta ciudad: tenía que conocer la casa, las calles, las barcas, el mar y las montañas, mas bien montes, donde Dalí había pintado esas obras que me impresionaran tanto en la adolescencia.

Llegué a Cadacques por segunda vez, o primera en realidad, después de haber visitado el museo Salvador Dalí en Figueres, pequeño pueblito al lado de las vías de tren que van hacia la frontera francesa. En Europa, los trenes son muy confiables, en cuanto a horarios, comodidad y seguridad pero, en España, acaso por ser país latino, no sucede lo mismo. Pareciera como si los trenes tomaran su tiempo, sin ir de prisa, sin preocuparse mucho por la hora sino, simplemente, por llegar en un momento dado. Así, pasé más tiempo esperando el tren de Barcelona a Figueres, que el del recorrido en si. Al llegar a Figures, justo al bajar del tren, a unos cuantos metros, me topé con la oficina de información. Delante de mí, una pareja de andaluces preguntaba por el museo Dalí. Puede que éste sea el único atractivo del pueblo, pensé. Hice lo mismo que la pareja en cuestión; seguí las mismas indicaciones que les habían dado: vaya derecho, al llegar a la plaza a la derecha, y al fondo, encontrará el museo.
Una larga fila me esperaba. Esperar: ¿ocupación española (latina) por excelencia? Después de una hora bajo el sol, esperando entrar al museo, no a Godot, logré entrar. Fui reconociendo algunas obras que había visto en mi libro de la adolescencia; descubrí otras, nuevas para mí: dibujos a lápiz, instalaciones, escultura, cuadros gigantescos, de unos ocho metros de alto, joyería… Salí del museo, queriendo saber más sobre Dalí, sobre su vida, los lugares donde había pintado semejantes obras que ahora admiraba mucho más, porque nunca es lo mismo una litografía impresa en un libro, que el cuadro original; simplemente no da el mismo sentimiento. Tiempo después reafirmaría esta creencia al observar los originales de Van Gogh.
Regresé a la oficina de información. Pregunté cómo podía llegar a Cadacques. Mi dijeron que el autobús salía en unos minutos y el recorrido duraba aproximadamente una hora y media. Me dirigí al andén, compré mi boleto; esperé. Una vez más, el autobús se demoró. A mí me parecía que esperar era lo normal en aquel país, por lo que, tranquilamente, me senté sobre mi mochila hasta que llegara, y saliera, el autobús[ii]. Después de la espera, más espera, pero de otro tipo: la del movimiento que nos mueve, la de la paradoja de moverse, de llegar a algún sitio, llámese como se llame, o, en mi caso, el trayecto hacia el puerto. Una vez allí, no pude hacer mas que sentarme sobre la playa, tranquilamente, a ver correr las olas y tomar un trago de vino tinto que había comprado para el camino, para el sitio a donde llegara y me detuviera, con el intento, imparable, de ir a otro lado; siempre, otro lado.

Hojeando entre mi cuadernillo de viajes (un cuaderno de hojas hechas a mano, con pasta azul y cosido con cáñamo, que compré en Puebla, cerca del teatro de la ciudad) encontré un escrito sobre Cadacques, redactado en la playa de esta villa y el cual, más que valor literario, tiene el poder de la memoria original, no la recordada sino la que se vive en el momento:

La noche es una sombra que se vuelve espuma.
Todo blanco. Los ojos miran hacia el mar,
lo acarician; cierran las persianas al caer la tarde.
Una casa gemela a una cuadra de la plaza,
compartida hace tiempo, época del surrealismo,
por Duchamp y Picasso.
Atrás, a sólo dos cuadras,
la calle Josep Pla, escritor catalán,
artista desconocido en español.

Las olas rompen el silencio,
no por su estruendo sino por las
piedras juguetonas, unas con otras,
al vaivén de la luna que es todo el
puerto blanco, iluminado por el arte
que fue y acaso nunca más.

El viaje es esperar, más que moverse.
En los trayectos se suspende el tiempo;
en la espera, se acelera.
La noche se convierte en preludio del día
siguiente. El día no es más
que la búsqueda de la noche.
Así, noche y día,
viaje y espera,
se vuelven playas para un buque de pesca.


[i] Respeto el nombre en catalán, por la pretendida autonomía de Catalunya. En español debería escribir Cadaqués. Lo mismo haré con Figueres, en lugar de Figueras.
[ii] Utilizo la palabra autobús y no camión, como estaría acostumbrado a nombrarlo, debido a diferencias entre países: en España, un camión se usa sólo para carga, como los de volteo. Los de pasajeros son buses.
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Por el Raval entre música

Todo empezó en el corazón de la noche: la emergencia de un zumbido sordo, amortiguado por la distancia, de una piqueta obstinada o una taladradora eléctrica.
Juan Goytisolo


Antes de comenzar a escribir este texto he tenido que decidir entre dar clic en mi iTunes para escuchar a Ojos de Brujo, grupo de flamenco catalán; Exitmambo, demo de jazz de un saxofonista argentino con el cual me tomé una Estrella a unas cuadras de las Ramblas; 17 hippies, grupo de gitanos, viajeros, trotamundos; 08001, colectivo que tocaba en el Raval, cerca de la plaza del tripi, del cual sólo queda ese único disco agotado, ya que se desintegró tras la deportación a África de su líder. Sin darme cuenta ya ha avanzado el tiempo y yo sin decidirme del todo. La música lleva sus propios recuerdos hilados entre las notas: de un grave a un agudo se va reinventando la vida. Finalmente, doy clic en la primera canción de la lista de reproducción: Get up, stand up, de Bob Marley, interpretada por 08001. Si, la voz grave y la melancolía del viejo continente, aunada a la alegría de las costas del Mediterráneo donde, curiosamente, uno flota con mucha mayor facilidad –debido a la salinidad del agua, lo que también da a los mariscos un mejor sabor–. Cómo olvidar los langostinos a la sal preparados por el buen Abdul, quien además estaba asombrado de que un mexicano llevara un nombre árabe –Omar–, justo como uno de sus amigos de Marruecos, a quien tuve oportunidad de conocer, al toparnos con él frente al Fnac; de lo que hablaron no entendí una sola palabra, pero me quedo con la sonrisa de amistad brindada por aquel tocayo, para quien no había diferencia entre ser de una religión o de otra, un idioma u otro, de un continente o de otro, de un país petrolero o de uno consumidor. En estos momentos cabría –aunque suene absurdo, o no tanto, según de la perspectiva que se vea– citar la Sonata a Kreutzer, la de Lev Tolstoi o la de Beethoven o, más bien, la de Goytisolo, no la escrita por él, sino la leída y releída y recordada y vuelta vida y escritura y poema, en su bellísimo libro Telón de Boca, que comenzara a escribir, en el exilio voluntario, tras la muerta de su esposa, en Marrakech, en noviembre de 1996 para finalizarlo, después de haberlo pulido lenta y pausadamente, como se pulen las letras verdaderas, la literatura inspirada por la música, sonidos de arena, piedra o cemento, en Tánger, agosto del 2002, mismo verano que yo pasé en Catalunya.
Leo del fascículo adjunto al CD interpretado por la Orchestre National de la Radiodiffusion Française, dirigida por André Cluytens:
La sonata "Kreutzer"
En la sonata Kreutzer, violín y piano unen dramáticamente su diálogo, alcanzando una sonoridad de potencia casi orquestal.Estos, tras una introducción lenta y solemne, se lanzan a una vertiginosa persecución, que no parece tener fin. La tan esperada quietud se afirma en el segundo movimiento. El tema, cuya luminosa dulzura volverá a escena en el riachuelo de la Sinfonía Pastoral, es reelaborado de diversas formas por los dos instrumentos, que se alternan en el canto y en el acompañamiento. El tercer movimiento vuelve a tomar la andadura impetuosa del inicio, pero en los tonos alegres que habían caracterizado el adagio central.
Ahora una pausa virtual, aunque para ti, lector, no sea más que un cambio de línea. Para leer hay que escuchar, así que bajo la versión electrónica de la sonata de Tolstoi, gracias a The Gutenberg Project, sitio que distribuye clásicos de la literatura de manera gratuita, con el argumento de que los derechos de autor vencen después de un plazo dado, pasando a ser del dominio público –o de la humanidad, si queremos ser más pretenciosos. La de Beethoven la he tenido que comprar; Kazaa no la encontró. En definitiva –o acaso sea un romanticismo demasiado amarrado– el libro físico, real, sigue siendo mucho más placentero que su versión moderna, la electrónica o virtual. Creo que mejor voy a Gandhi por el libro (llevo conmigo el luto que los embarga tras la muerte de su fundador).

Descubrir a Juan Goytisolo fue para mi una reafirmación de cómo la buena prosa no es más que un poema alargado, extendido durante páginas, tiempos y espacios. La calma es la única engendradora de grandes obras: todo a su tiempo y nos amanecemos. Así, fui recorriendo las calles de Marruecos, a través de las palabras del escritor catalán, de la cocina de mi amigo marroquí, mientras escuchaba música electrónica sentado en un café del Barrio Gótico. Con el horizonte nuevo y el olfato despierto, reanudé mis andares por las tierras en la que uno está sólo por un momento, ajeno a su propia conciencia, extasiado ante las maravillas más ingenuas de lo desconocido.
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Churros con chocolate

Llegué a Madrid tras una larga jornada aérea. Después de haber volado poco más de diez horas, sin dormir y sentado en la cabina de los sobrecargos, pasando frío y ganas de estar en cama, salí al verano madrileño de 30 grados Celsius a la sombra, acompañado de una modelo de Monterrey, a quien conocí antes de subir al avión. El rumbo: incierto; el objetivo: viajar por Europa Occidental, recorrer sus capitales y llegar, en aproximadamente un mes, a París, donde me esperaría el vuelo de regreso, el avión que me volvería a recordar los placeres de la cama propia.
Decidimos tomar un taxi para ir al departamento de su amiga. Le voy a decir que nos conocemos desde hace mucho, porque si le digo que nos conocimos en el avión se infarta, me dijo. Llegamos al departamento. Tras las presentaciones protocolarias y la alegría de las amigas que llevan meses sin verse, tomamos una siesta que se prolongó acaso más de lo necesario. Habíamos perdido 7 horas en el cambio de horario y, por más emoción que uno pueda sentir ante la novedad, el cuerpo sigue diciendo: espérame tantito.
Madrid es una ciudad como cualquier otra. Todas las grandes capitales del mundo lo son: altos edificios, zonas comerciales, centros nocturnos, bares y restaurantes. Pero también tiene su distinción, alta moda y humor madrileño. Las calles son una pasarela continua, un ir y venir de modelos con los peinados y atuendos más estrambóticos que pueda uno imaginar. Para mí, Madrid fue un día de compras y una visita al Thyssen donde, por primera vez en mi vida supe de qué trataba la magia del impresionismo: no son las figuras sino las plastas de pintura lo que hace a los cuadros espectaculares.
Hay quienes piensan que en esta ciudad encontrarán algo grandioso, digno de ser visto. Acaso existan puertas por abrir, recovecos por donde no sea tan sencillo entrar. Hay tantas ciudades dentro de una misma ciudad, tantos ríos y aguas que corren por debajo sin tocar jamás la superficie. Yo prefiero la vida al nivel de mar, con la posibilidad de horizontes infinitos que el océano ofrece.
A la mañana siguiente, justo al amanecer, partí rumbo a la estación de autobuses. Tomé unos churos con chocolate en el café de la esquina. Allá afuera me esperaba la vida, el infinito por conocer. Me iba y dejaba algo; me iba para poder volver.
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Thursday, October 20, 2005

La mejor forma de irse es saber quedarse
Intro
Pareciera que la vida está siempre en otro lado, en otro tiempo, en una región remotísima, inalcanzable. Andamos sin darnos cuenta, unos más, otros menos, todos en el mismo camino pero en diferente senda: el presente es elección; el destino, un juego de dardos al que le han robado el centro.
Irse: movimiento perpetuo en oposición a la muerte, al letargo indiferente del aburrimiento. Irse: circunloquio perenne, deforestación masiva de membranas caducas. Quedarse: culminación del viaje, deleite activo, a velocidad constante pero apaciguada; ya estás donde debes estar.
Entre irse y quedarse no hay más diferencia que en la manera: todo es cuestión de forma. Habrá unas mejores que otras: unas, alegres y jocosas; otras, serenas y melancólicas; pero, unas y otras, las más y las menos, no son mas que un pretexto para justificar la impotencia del hombre ante la vida, el triunfo inevitable de la muerte, fatua sonrisa del tedio demacrado.
Así, un hombre decide partir de su casa, abandonar la vida conocida por una nueva, en el exilio voluntario, donde el nombre es lo de menos, y nadie vale más que otro porque el otro es uno mismo. De la misma forma, o de otra, según se vea, una mujer espera tranquila a que la vida llegue, el amor se renueve y la muerte, desaparezca entre las sábanas. El se va; ella se queda. La vida se va, no se detiene; nunca regresa. Ellos se van, se detienen; vuelven siempre.

La fotografía se aferra al presente, intenta atrapar el instante, congelándolo, haciéndolo propio, le saca las tripas, de un jalón abrupto para luego, descuartizarlo lentamente, saboreando el rayo de luz que no volverá, la sonrisa espontánea, la geometría del paisaje, el reflejo de un alma que pasó por allí. Al conservar el momento nos hacemos inmortales.
La escritura, acomodo fortuito de ciertos vocablos, también lucha contra el tiempo, contra el destino fijado de antemano, el futuro que nunca existió: la poesía narra la historia como debió suceder, no como realmente sucedió. Así, en la imagen y el símbolo, en el texto y la fotografía, el hombre se va, se queda, da una vuelta; siempre vuelve. Irse o quedarse: misma moneda, distinta cara; los opuestos son los complementos. El y ella: no dos; lo mismo.