Monday, October 24, 2005

Cadacques
(puerto donde Dalí pintó, vivió y amó a Gala)

Hay viajes en la vida que duran por siempre; otros, no tan largos, suelen pensarse mucho antes de hacerse, aun antes de saber de la existencia del lugar a visitar. El motivo de cada viaje, de la visita a cada lugar, siempre es distinto, aunque, en general, se reduce a una sola cuestión, independientemente del lugar visitado: el conocimiento de uno mismo. Esto es sabido por los verdaderos viajeros, desde los que recorren el mundo entero, dándole varias vueltas, hasta los que nunca abandonan su casa, su cuarto, su sillón, como lo hiciera Lezama Lima.
Viajé por primera vez a Cadacques[i], por lo menos en la imaginación, hace unos 15 años, al comprar un libro de la serie Taschen sobre la obra pictórica de Salvador Dalí, quien seguía con vida en aquel entonces, y pasara sus veranos en esta villa de pescadores, rodeada por montes de olivos, en la Costa Brava del Mediterráneo, casi en la frontera entre Francia y España. Dalí fue mi primera aproximación a la pintura y al arte en general. Imposible describir todos los sentimientos originados por sus pinturas: las jirafas en fuego, los relojes derretidos, los panes sodomitas, el tigre que nace de un pez que nace de una granada, sus grandes bigotes y, su musa: Gala, con quien compartiera gran parte de su vida.
El amor de Dalí y Gala (ex-esposa de Paul Eluard) es único –o demasiado común– en la historia del arte. En el libro de Taschen, leí esta historia, contada por Conroy Maddox (la traducción es mía):
Una noche en que ella lo visitaba, Dalí tomó su mejor camisa y la cortó lo suficiente como para dejar la panza a la vista. Después, se la atoró sobre los hombros y el pecho. El cuello había sido removido totalmente. Se volteó los calzones hacia fuera, se rasuró los sobacos y, después, los tiñó con detergente azul. No completamente satisfecho, se intentó lavar lo azul y se rasuró hasta que le sangraron los sobacos y, luego, hizo lo mismo con sus rodillas. En cuanto a perfume, sólo pudo encontrar Eau de Cologne, la cual lo enfermaba; así que hirvió grasa de pescado en agua, agregando un poco de mierda de cabra y algo de grasa de res, para hacer un ungüento que se untó por todo el cuerpo: estaba listo para verla. Al asomarse por la ventana y verla llegar, se dio cuenta de que todo lo que había hecho no era más que su atuendo nupcial.
Dalí y Gala pasaron varios veranos en Portlligat, puerto al final de la bahía, al norte de Cadacques, donde tenían una casa, formada por un conjunto de barracas de pescadores, estructuradas de forma laberíntica y docoradas por ellos mismos a lo largo de más de cuarenta años, desde 1930 hasta los años setenta. De aquí el motivo de mi viaje a esta ciudad: tenía que conocer la casa, las calles, las barcas, el mar y las montañas, mas bien montes, donde Dalí había pintado esas obras que me impresionaran tanto en la adolescencia.

Llegué a Cadacques por segunda vez, o primera en realidad, después de haber visitado el museo Salvador Dalí en Figueres, pequeño pueblito al lado de las vías de tren que van hacia la frontera francesa. En Europa, los trenes son muy confiables, en cuanto a horarios, comodidad y seguridad pero, en España, acaso por ser país latino, no sucede lo mismo. Pareciera como si los trenes tomaran su tiempo, sin ir de prisa, sin preocuparse mucho por la hora sino, simplemente, por llegar en un momento dado. Así, pasé más tiempo esperando el tren de Barcelona a Figueres, que el del recorrido en si. Al llegar a Figures, justo al bajar del tren, a unos cuantos metros, me topé con la oficina de información. Delante de mí, una pareja de andaluces preguntaba por el museo Dalí. Puede que éste sea el único atractivo del pueblo, pensé. Hice lo mismo que la pareja en cuestión; seguí las mismas indicaciones que les habían dado: vaya derecho, al llegar a la plaza a la derecha, y al fondo, encontrará el museo.
Una larga fila me esperaba. Esperar: ¿ocupación española (latina) por excelencia? Después de una hora bajo el sol, esperando entrar al museo, no a Godot, logré entrar. Fui reconociendo algunas obras que había visto en mi libro de la adolescencia; descubrí otras, nuevas para mí: dibujos a lápiz, instalaciones, escultura, cuadros gigantescos, de unos ocho metros de alto, joyería… Salí del museo, queriendo saber más sobre Dalí, sobre su vida, los lugares donde había pintado semejantes obras que ahora admiraba mucho más, porque nunca es lo mismo una litografía impresa en un libro, que el cuadro original; simplemente no da el mismo sentimiento. Tiempo después reafirmaría esta creencia al observar los originales de Van Gogh.
Regresé a la oficina de información. Pregunté cómo podía llegar a Cadacques. Mi dijeron que el autobús salía en unos minutos y el recorrido duraba aproximadamente una hora y media. Me dirigí al andén, compré mi boleto; esperé. Una vez más, el autobús se demoró. A mí me parecía que esperar era lo normal en aquel país, por lo que, tranquilamente, me senté sobre mi mochila hasta que llegara, y saliera, el autobús[ii]. Después de la espera, más espera, pero de otro tipo: la del movimiento que nos mueve, la de la paradoja de moverse, de llegar a algún sitio, llámese como se llame, o, en mi caso, el trayecto hacia el puerto. Una vez allí, no pude hacer mas que sentarme sobre la playa, tranquilamente, a ver correr las olas y tomar un trago de vino tinto que había comprado para el camino, para el sitio a donde llegara y me detuviera, con el intento, imparable, de ir a otro lado; siempre, otro lado.

Hojeando entre mi cuadernillo de viajes (un cuaderno de hojas hechas a mano, con pasta azul y cosido con cáñamo, que compré en Puebla, cerca del teatro de la ciudad) encontré un escrito sobre Cadacques, redactado en la playa de esta villa y el cual, más que valor literario, tiene el poder de la memoria original, no la recordada sino la que se vive en el momento:

La noche es una sombra que se vuelve espuma.
Todo blanco. Los ojos miran hacia el mar,
lo acarician; cierran las persianas al caer la tarde.
Una casa gemela a una cuadra de la plaza,
compartida hace tiempo, época del surrealismo,
por Duchamp y Picasso.
Atrás, a sólo dos cuadras,
la calle Josep Pla, escritor catalán,
artista desconocido en español.

Las olas rompen el silencio,
no por su estruendo sino por las
piedras juguetonas, unas con otras,
al vaivén de la luna que es todo el
puerto blanco, iluminado por el arte
que fue y acaso nunca más.

El viaje es esperar, más que moverse.
En los trayectos se suspende el tiempo;
en la espera, se acelera.
La noche se convierte en preludio del día
siguiente. El día no es más
que la búsqueda de la noche.
Así, noche y día,
viaje y espera,
se vuelven playas para un buque de pesca.


[i] Respeto el nombre en catalán, por la pretendida autonomía de Catalunya. En español debería escribir Cadaqués. Lo mismo haré con Figueres, en lugar de Figueras.
[ii] Utilizo la palabra autobús y no camión, como estaría acostumbrado a nombrarlo, debido a diferencias entre países: en España, un camión se usa sólo para carga, como los de volteo. Los de pasajeros son buses.
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Por el Raval entre música

Todo empezó en el corazón de la noche: la emergencia de un zumbido sordo, amortiguado por la distancia, de una piqueta obstinada o una taladradora eléctrica.
Juan Goytisolo


Antes de comenzar a escribir este texto he tenido que decidir entre dar clic en mi iTunes para escuchar a Ojos de Brujo, grupo de flamenco catalán; Exitmambo, demo de jazz de un saxofonista argentino con el cual me tomé una Estrella a unas cuadras de las Ramblas; 17 hippies, grupo de gitanos, viajeros, trotamundos; 08001, colectivo que tocaba en el Raval, cerca de la plaza del tripi, del cual sólo queda ese único disco agotado, ya que se desintegró tras la deportación a África de su líder. Sin darme cuenta ya ha avanzado el tiempo y yo sin decidirme del todo. La música lleva sus propios recuerdos hilados entre las notas: de un grave a un agudo se va reinventando la vida. Finalmente, doy clic en la primera canción de la lista de reproducción: Get up, stand up, de Bob Marley, interpretada por 08001. Si, la voz grave y la melancolía del viejo continente, aunada a la alegría de las costas del Mediterráneo donde, curiosamente, uno flota con mucha mayor facilidad –debido a la salinidad del agua, lo que también da a los mariscos un mejor sabor–. Cómo olvidar los langostinos a la sal preparados por el buen Abdul, quien además estaba asombrado de que un mexicano llevara un nombre árabe –Omar–, justo como uno de sus amigos de Marruecos, a quien tuve oportunidad de conocer, al toparnos con él frente al Fnac; de lo que hablaron no entendí una sola palabra, pero me quedo con la sonrisa de amistad brindada por aquel tocayo, para quien no había diferencia entre ser de una religión o de otra, un idioma u otro, de un continente o de otro, de un país petrolero o de uno consumidor. En estos momentos cabría –aunque suene absurdo, o no tanto, según de la perspectiva que se vea– citar la Sonata a Kreutzer, la de Lev Tolstoi o la de Beethoven o, más bien, la de Goytisolo, no la escrita por él, sino la leída y releída y recordada y vuelta vida y escritura y poema, en su bellísimo libro Telón de Boca, que comenzara a escribir, en el exilio voluntario, tras la muerta de su esposa, en Marrakech, en noviembre de 1996 para finalizarlo, después de haberlo pulido lenta y pausadamente, como se pulen las letras verdaderas, la literatura inspirada por la música, sonidos de arena, piedra o cemento, en Tánger, agosto del 2002, mismo verano que yo pasé en Catalunya.
Leo del fascículo adjunto al CD interpretado por la Orchestre National de la Radiodiffusion Française, dirigida por André Cluytens:
La sonata "Kreutzer"
En la sonata Kreutzer, violín y piano unen dramáticamente su diálogo, alcanzando una sonoridad de potencia casi orquestal.Estos, tras una introducción lenta y solemne, se lanzan a una vertiginosa persecución, que no parece tener fin. La tan esperada quietud se afirma en el segundo movimiento. El tema, cuya luminosa dulzura volverá a escena en el riachuelo de la Sinfonía Pastoral, es reelaborado de diversas formas por los dos instrumentos, que se alternan en el canto y en el acompañamiento. El tercer movimiento vuelve a tomar la andadura impetuosa del inicio, pero en los tonos alegres que habían caracterizado el adagio central.
Ahora una pausa virtual, aunque para ti, lector, no sea más que un cambio de línea. Para leer hay que escuchar, así que bajo la versión electrónica de la sonata de Tolstoi, gracias a The Gutenberg Project, sitio que distribuye clásicos de la literatura de manera gratuita, con el argumento de que los derechos de autor vencen después de un plazo dado, pasando a ser del dominio público –o de la humanidad, si queremos ser más pretenciosos. La de Beethoven la he tenido que comprar; Kazaa no la encontró. En definitiva –o acaso sea un romanticismo demasiado amarrado– el libro físico, real, sigue siendo mucho más placentero que su versión moderna, la electrónica o virtual. Creo que mejor voy a Gandhi por el libro (llevo conmigo el luto que los embarga tras la muerte de su fundador).

Descubrir a Juan Goytisolo fue para mi una reafirmación de cómo la buena prosa no es más que un poema alargado, extendido durante páginas, tiempos y espacios. La calma es la única engendradora de grandes obras: todo a su tiempo y nos amanecemos. Así, fui recorriendo las calles de Marruecos, a través de las palabras del escritor catalán, de la cocina de mi amigo marroquí, mientras escuchaba música electrónica sentado en un café del Barrio Gótico. Con el horizonte nuevo y el olfato despierto, reanudé mis andares por las tierras en la que uno está sólo por un momento, ajeno a su propia conciencia, extasiado ante las maravillas más ingenuas de lo desconocido.
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Churros con chocolate

Llegué a Madrid tras una larga jornada aérea. Después de haber volado poco más de diez horas, sin dormir y sentado en la cabina de los sobrecargos, pasando frío y ganas de estar en cama, salí al verano madrileño de 30 grados Celsius a la sombra, acompañado de una modelo de Monterrey, a quien conocí antes de subir al avión. El rumbo: incierto; el objetivo: viajar por Europa Occidental, recorrer sus capitales y llegar, en aproximadamente un mes, a París, donde me esperaría el vuelo de regreso, el avión que me volvería a recordar los placeres de la cama propia.
Decidimos tomar un taxi para ir al departamento de su amiga. Le voy a decir que nos conocemos desde hace mucho, porque si le digo que nos conocimos en el avión se infarta, me dijo. Llegamos al departamento. Tras las presentaciones protocolarias y la alegría de las amigas que llevan meses sin verse, tomamos una siesta que se prolongó acaso más de lo necesario. Habíamos perdido 7 horas en el cambio de horario y, por más emoción que uno pueda sentir ante la novedad, el cuerpo sigue diciendo: espérame tantito.
Madrid es una ciudad como cualquier otra. Todas las grandes capitales del mundo lo son: altos edificios, zonas comerciales, centros nocturnos, bares y restaurantes. Pero también tiene su distinción, alta moda y humor madrileño. Las calles son una pasarela continua, un ir y venir de modelos con los peinados y atuendos más estrambóticos que pueda uno imaginar. Para mí, Madrid fue un día de compras y una visita al Thyssen donde, por primera vez en mi vida supe de qué trataba la magia del impresionismo: no son las figuras sino las plastas de pintura lo que hace a los cuadros espectaculares.
Hay quienes piensan que en esta ciudad encontrarán algo grandioso, digno de ser visto. Acaso existan puertas por abrir, recovecos por donde no sea tan sencillo entrar. Hay tantas ciudades dentro de una misma ciudad, tantos ríos y aguas que corren por debajo sin tocar jamás la superficie. Yo prefiero la vida al nivel de mar, con la posibilidad de horizontes infinitos que el océano ofrece.
A la mañana siguiente, justo al amanecer, partí rumbo a la estación de autobuses. Tomé unos churos con chocolate en el café de la esquina. Allá afuera me esperaba la vida, el infinito por conocer. Me iba y dejaba algo; me iba para poder volver.
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Thursday, October 20, 2005

La mejor forma de irse es saber quedarse
Intro
Pareciera que la vida está siempre en otro lado, en otro tiempo, en una región remotísima, inalcanzable. Andamos sin darnos cuenta, unos más, otros menos, todos en el mismo camino pero en diferente senda: el presente es elección; el destino, un juego de dardos al que le han robado el centro.
Irse: movimiento perpetuo en oposición a la muerte, al letargo indiferente del aburrimiento. Irse: circunloquio perenne, deforestación masiva de membranas caducas. Quedarse: culminación del viaje, deleite activo, a velocidad constante pero apaciguada; ya estás donde debes estar.
Entre irse y quedarse no hay más diferencia que en la manera: todo es cuestión de forma. Habrá unas mejores que otras: unas, alegres y jocosas; otras, serenas y melancólicas; pero, unas y otras, las más y las menos, no son mas que un pretexto para justificar la impotencia del hombre ante la vida, el triunfo inevitable de la muerte, fatua sonrisa del tedio demacrado.
Así, un hombre decide partir de su casa, abandonar la vida conocida por una nueva, en el exilio voluntario, donde el nombre es lo de menos, y nadie vale más que otro porque el otro es uno mismo. De la misma forma, o de otra, según se vea, una mujer espera tranquila a que la vida llegue, el amor se renueve y la muerte, desaparezca entre las sábanas. El se va; ella se queda. La vida se va, no se detiene; nunca regresa. Ellos se van, se detienen; vuelven siempre.

La fotografía se aferra al presente, intenta atrapar el instante, congelándolo, haciéndolo propio, le saca las tripas, de un jalón abrupto para luego, descuartizarlo lentamente, saboreando el rayo de luz que no volverá, la sonrisa espontánea, la geometría del paisaje, el reflejo de un alma que pasó por allí. Al conservar el momento nos hacemos inmortales.
La escritura, acomodo fortuito de ciertos vocablos, también lucha contra el tiempo, contra el destino fijado de antemano, el futuro que nunca existió: la poesía narra la historia como debió suceder, no como realmente sucedió. Así, en la imagen y el símbolo, en el texto y la fotografía, el hombre se va, se queda, da una vuelta; siempre vuelve. Irse o quedarse: misma moneda, distinta cara; los opuestos son los complementos. El y ella: no dos; lo mismo.