Churros con chocolate
Llegué a Madrid tras una larga jornada aérea. Después de haber volado poco más de diez horas, sin dormir y sentado en la cabina de los sobrecargos, pasando frío y ganas de estar en cama, salí al verano madrileño de 30 grados Celsius a la sombra, acompañado de una modelo de Monterrey, a quien conocí antes de subir al avión. El rumbo: incierto; el objetivo: viajar por Europa Occidental, recorrer sus capitales y llegar, en aproximadamente un mes, a París, donde me esperaría el vuelo de regreso, el avión que me volvería a recordar los placeres de la cama propia.
Decidimos tomar un taxi para ir al departamento de su amiga. Le voy a decir que nos conocemos desde hace mucho, porque si le digo que nos conocimos en el avión se infarta, me dijo. Llegamos al departamento. Tras las presentaciones protocolarias y la alegría de las amigas que llevan meses sin verse, tomamos una siesta que se prolongó acaso más de lo necesario. Habíamos perdido 7 horas en el cambio de horario y, por más emoción que uno pueda sentir ante la novedad, el cuerpo sigue diciendo: espérame tantito.
Madrid es una ciudad como cualquier otra. Todas las grandes capitales del mundo lo son: altos edificios, zonas comerciales, centros nocturnos, bares y restaurantes. Pero también tiene su distinción, alta moda y humor madrileño. Las calles son una pasarela continua, un ir y venir de modelos con los peinados y atuendos más estrambóticos que pueda uno imaginar. Para mí, Madrid fue un día de compras y una visita al Thyssen donde, por primera vez en mi vida supe de qué trataba la magia del impresionismo: no son las figuras sino las plastas de pintura lo que hace a los cuadros espectaculares.
Hay quienes piensan que en esta ciudad encontrarán algo grandioso, digno de ser visto. Acaso existan puertas por abrir, recovecos por donde no sea tan sencillo entrar. Hay tantas ciudades dentro de una misma ciudad, tantos ríos y aguas que corren por debajo sin tocar jamás la superficie. Yo prefiero la vida al nivel de mar, con la posibilidad de horizontes infinitos que el océano ofrece.
A la mañana siguiente, justo al amanecer, partí rumbo a la estación de autobuses. Tomé unos churos con chocolate en el café de la esquina. Allá afuera me esperaba la vida, el infinito por conocer. Me iba y dejaba algo; me iba para poder volver.
Llegué a Madrid tras una larga jornada aérea. Después de haber volado poco más de diez horas, sin dormir y sentado en la cabina de los sobrecargos, pasando frío y ganas de estar en cama, salí al verano madrileño de 30 grados Celsius a la sombra, acompañado de una modelo de Monterrey, a quien conocí antes de subir al avión. El rumbo: incierto; el objetivo: viajar por Europa Occidental, recorrer sus capitales y llegar, en aproximadamente un mes, a París, donde me esperaría el vuelo de regreso, el avión que me volvería a recordar los placeres de la cama propia.
Decidimos tomar un taxi para ir al departamento de su amiga. Le voy a decir que nos conocemos desde hace mucho, porque si le digo que nos conocimos en el avión se infarta, me dijo. Llegamos al departamento. Tras las presentaciones protocolarias y la alegría de las amigas que llevan meses sin verse, tomamos una siesta que se prolongó acaso más de lo necesario. Habíamos perdido 7 horas en el cambio de horario y, por más emoción que uno pueda sentir ante la novedad, el cuerpo sigue diciendo: espérame tantito.
Madrid es una ciudad como cualquier otra. Todas las grandes capitales del mundo lo son: altos edificios, zonas comerciales, centros nocturnos, bares y restaurantes. Pero también tiene su distinción, alta moda y humor madrileño. Las calles son una pasarela continua, un ir y venir de modelos con los peinados y atuendos más estrambóticos que pueda uno imaginar. Para mí, Madrid fue un día de compras y una visita al Thyssen donde, por primera vez en mi vida supe de qué trataba la magia del impresionismo: no son las figuras sino las plastas de pintura lo que hace a los cuadros espectaculares.
Hay quienes piensan que en esta ciudad encontrarán algo grandioso, digno de ser visto. Acaso existan puertas por abrir, recovecos por donde no sea tan sencillo entrar. Hay tantas ciudades dentro de una misma ciudad, tantos ríos y aguas que corren por debajo sin tocar jamás la superficie. Yo prefiero la vida al nivel de mar, con la posibilidad de horizontes infinitos que el océano ofrece.
A la mañana siguiente, justo al amanecer, partí rumbo a la estación de autobuses. Tomé unos churos con chocolate en el café de la esquina. Allá afuera me esperaba la vida, el infinito por conocer. Me iba y dejaba algo; me iba para poder volver.
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