Sunday, November 27, 2005


Recuerdo de una ilusión –o ilusión de un recuerdo.
Hay ciudades hermosas, tan únicas y llenas de vida, que nos hacen dudar de su existencia. Así pasa también con ciertas vidas, momentos en los que estamos vivos sin darnos cuenta, situaciones tan favorables, casi perfectas, que nos dan miedo, pavor de tan ciertas.
Vancouver es una de estas ciudades: una vida maravillosa, ajena en la distancia del tiempo, propia en la experiencia, no mía sino de otro, uno que la vivió, no yo sino otro, el que fui, antes de volverme arena, de regresar, si es que hay senda trazada, al camino de la vida, al supuesto destino preestablecido, donde el hombre vale por su trabajo, no por su esencia, por su ropa y su calzado, no por sus sentimientos.
¿Qué hace un hombre cuando lo tiene todo, cuando vislumbra su futuro, su felicidad asegurada por un presente fantástico, de bonanza y prosperidad, de falta de creencia y abandono del culto, como buen seguidor del sueño americano? Pues vive contento, dirías tú. Pero, ¿cómo es que algunos deciden abandonar esa segura felicidad por un destino incierto? Simplemente no lo se; lo único que me atrevo a decir, es que yo escogí la arena sobre el concreto, la carcajada espontánea a la sonrisa programada, el llanto necesario a el sollozo injustificado.
Vancouver lo tiene todo. En el verano: mar, islas, lagos, bosques, playas, fuegos artificiales al compás de la música; en el invierno: montañas para esquiar, centros comerciales comunicados por tubos en la ciudad, nieve, viento, lluvia, calefacción. Cuando uno vive en una ciudad como ésta, no hay a donde ir: ya está donde tiene que estar. Así pasan los días, los años, las vidas. La economía se mantiene, los amores van, vienen; sueñas de día la ilusión de vivir.
Dicen los canadienses, o por lo menos Douglas Coupland, que ellos son la primera generación nacida sin Dios. En la ciudad casi no hay templos, o sí los hay, pero de muy diversas religiones. En vez de pedir a Dios, piden al gobierno y, sorpresa, todo se les concede. Pero en esa supuesta abundancia ha desaparecido la magia de creer: It is better to loose an illusion than to find a truth, con esta frase colocada sobre un bar del barrio de Gastown, se define su falta de fe, su abandono a la vida. Acaso esa fue una de las razones de mi regreso a México: la creencia de los mexicanos en la familia, en los valores, en algo superior, en Dios.
Me podría hacer tantas preguntas, deambular sobre la hoja en blanco, como si fuera leñador o fontanero, barrendero o cocinero –¿lo fui? –, llenar páginas y páginas, como lo hiciera Kertesz en su última novela pero, ¿para qué? En el momento de reflexionar sobre el tiempo, se va el de la reflexión; siempre un paso atrás, en el intento de ir adelante. La vida no es más que una ilusión; para mí, Vancouver también lo es.


Go

París es como una puta. Desde lejos parece cautivadora, no puedes esperar tenerla en los brazos. Y cinco minutos después te sientes vacío, asqueado de ti mismo. Te sientes burlado.
Henry Miller, Trópico de Cáncer.


Anduve tras de ella durante todo el día.
A orillas del Sena la buscaba, me acercaba y,
al intentar atraparla: ya no está.

Dos viejos chinos, con su hoja de retratos a un lado,
jugaban plácidamente, bajo ella.
Me acerqué; a duras penas nos dimos a entender.
La partida estaba por llegar a su final. Emocionado,
acepté el reto.

Ciertamente, fue una paliza.
Di las gracias, me alejé hacia el jardín.
La miré de reojo, a través de las palabras de paz.

Viajar en círculos
Al salir de Barcelona, una semana antes, quedé con Luis y su primo de vernos en Ámsterdam. Él tenía que asistir a la boda de uno de sus amigos, con quien probó por primera vez el MDMA y que, recientemente, le había regalado un ácido. Me contó cómo esa noche sintió el amor por una de las asistentes a la fiesta. No dejaban de tomarse las manos, unidos por la fantasía de creer en el amor. Como ese recuerdo había quedado tan profundamente guardado en su memoria y, ante la ligera sospecha de verla de nuevo en la boda, apostó su vida entera al encuentro. Yo marché a la aventura, al viaje que atravesaría el sur de Francia, vía Montpellier, y de Alemania, pasando por Munich, para llegar a Praga, en la República Checa, pasar unos días ahí y, luego, subir por Alemania rumbo a Berlín, luego Bonn y Colonia; atravesar la frontera y llegar por tren entre los campos con molinos de aire modernos de Holanda hasta llegar a mi destino de encuentro. Semanas distintas: una de cierre de círculos –mi amigo dejaba Barcelona para regresar a Guadalajara después de haber pasado un semestre de intercambio– y otra de aperturas por las nuevas visiones de lugares desconocidos por los que yo rondaría.
Llegué a la estación de tren y, de inmediato, dejé mi backpack en un casillero para disfrutar el día, recorrer los cafés de la zona roja y encontrar un hostal donde pasar la noche. Salí de la estación y atravesé un puente (la ciudad está llena de puentes; de hecho, cada manzana es como si fuera una isla unida por cuatro puentes) y caminé por una de las avenidas principales que tenía carril para el tranvía, los autos, las bicicletas y los peatones, todos al mismo nivel de piso y separados únicamente por líneas y símbolos indicando cual es cual.
Caminaba por el Barrio Rojo, entre los famosos cafés con su variedad de cannabis en el menú: White Widow, Purple Haze, Skunk, Northern Lights; las ventanas que resguardan a las prostitutas más diversas del mundo: desde la escandinava de piernas largas a la china que parece casi enana; de la esbelta mujer de cabello castaño y ojos color miel a la gorda de 150 kilos con lonjas rebosantes por doquier. Aquí hay toda la libertad para todas las fantasías. Apenas unas cuantas cuadras y veo, a lo lejos, a mis amigos caminando en mi dirección (la última vez que me pasó un encuentro parecido fue en Real de Catorce, cuando yo iba entrando con Jesusito el de Zacatecas y nos encontramos cara a cara con mis papás) y, acelerando el paso, nos abrazamos con la alegría de los encuentros no buscados pero logrados a final de cuentas. A partir de ese momento, comenzó una semana de andar en círculos por la ciudad, un ir y venir de un sitio a ningún otro, de otro lado a siempre el mismo.

Thursday, November 17, 2005


En las alas del deseo

Uno llega a las ciudades por diferentes motivos. No siempre son las ganas de ver los grandes monumentos –que generalmente ya hemos visto al televisor– sino recuerdos, sueños, deseos y evocaciones. Entre lo cierto y lo ficticio, imposible saber. Sin embargo, uno se da cuenta al final de cuentas –valga el recurso– hasta que ha pasado el tiempo adecuado. Y éste, ¿cuál será? Pues justamente ahí está el meollo de nuestra existencia, no sólo en cuanto a viajes o ciudades nuevas, sino a vidas vividas en el instante o en el futro que seguramente nunca llegará tal cual deseamos. Un hueco y todo se vuelve una jarra de porcelana en manos de un niño de apenas dos años; un ligero trastabilleo y el universo cae de bruces.
Yo llegué a Berlín en las alas del deseo o, mejor aún, tan lejos, tan cerca, tarareando y murmullando la tonada de Bono, al lado de la bellísima Natasha Kinski y su mirada de ángel –porque es un ángel– a través del marco de Wim Wenders. Durante muchos años de mi vida he viajado a través de la pantalla de cine. La televisión apenas si la he visto; de hecho, nunca he tenido una televisión propia. Recuerdo que en cierta ocasión mientras compartía departamento con un amigo colombiano en la calle Haro en Vancouver, decidimos rentar una TV de 50 pulgadas sólo para jugar Playstation. Parecerá absurdo pero era cosa seria. Yo sabía los nombres y las características de los jugadores y equipos de la NBA gracias a los videojuegos; Leo se quedaba jugando todo el día, mientras vivía su refugio canadiense y su exilio permanente debido a ser demasiado millonario en Colombia y temer ser secuestrado si volvía. Sólo nos duró 4 meses el gusto: habíamos contratado por 3 meses pero, al no pagar el cuarto, llegaron los de la tienda a recoger su equipo. En cambio, el cine siempre ha estado cerca de mi: en la Pacifique Cinematheque de Vancouver vi mi primer película de arte, larga, aburrida y sorprendente: Solaris de Tarkovski. A partir de ahí comenzó mi interés por el cine hasta ir casi todos los días en ciertas temporadas, sobre todo cuando hay muestras.
El cine de Wim Wenders se convirtió en mi favorito después de ver Tan lejos, tan cerca y admirarme de la vida de los ángeles caídos y su deseo de sacrificar la eternidad por unos cuantos momentos de amor intenso y terrestre. La belleza, la magia y el asombro se combinaban para crear una atmósfera de esperanza: aunque a veces uno se siente solo en el mundo siempre esta por ahí su ángel guardián. Y no es sólo uno: andan sueltos por el mundo, los que han decidido caer y los que siguen mirando desde arriba y descendiendo cuando un alma cae. Y todas estos ascensos y descensos no podrían haber sido explorados cinematográficamente de una mejor manera que desde las alas de la Reina de la Victoria en Berlín, ciudad que fue destruida, cambiada y reconstruida en unos cuantos años, donde se siente un aire de cambio y progreso aunado a la nostalgia de los tiempos que se van y no han de volver. Caminando por el Tiergarten uno puede sentir una dualidad: abajo las prisas de los hombres, arriba la tranquilidad de los ángeles.
Wenders es un viajero permanente, un hombre que toma la cámara como revolver y sale a disparar al mundo, a captar lo bueno de la existencia, de esa prisa permanente por encontrar la tranquilidad y los buenos sentimientos. Y así descubre a Madredeus, con sus guitarras y, de nuevo, una voz angelical. Con una cámara en manos de un niño y un micrófono sale a registrar los sonidos de Lisboa y narra su historia mediante la música. Luego viaja a Australia donde cuenta la historia de una máquina que permite ver lo que una persona está imaginando. La obsesión por las imágenes nos lleva a querer retratar y cuantificar toda la realidad: aquí es la vista y la memoria lo más importante para el hombre. después viaja a Los Angeles, al Hotel del Millón de Dólares donde viven seres abandonados por el sistema, exiliados en su misma ciudad, en su propia realidad. Con esto demuestra que no es necesario el traslado a una región remotísima para viajar, para mover la concepción del mundo. Un hombre muere y, a partir de este punto, la vida gira para todos los habitantes del hotel. Si Natasha fue la diva de Paris, Texas y Tan lejos, tan cerca, ahora es Mila Jovovich la que brinda la belleza femenina a la pantalla. Con su parte de locura y desesperación, sus ojos a medio mirar y su sonrisa apagada por el llanto, Mila sigue dando esperanza a uno que otro loco del lugar.
Quedan películas por contar, lugares por recorrer, mujeres por amar. Queda vida, sobre todo vida, en las alas del deseo.

Poesía en la calle (o en el metro, según la ciudad)

1. En el corte está la precisión, la finura del universo vuelta arena, la trama escondida de la conciencia; confusión, desasosiego: certeza. Meg Ryan se masturba boca abajo, semidesnuda, mientras sueña con la posesión del amor, la entrega total, el temor a la pérdida. Así es la poesía, temor y posesión, encuentro del universo dentro de uno, propio por conocido, distante por exacto. Ella goza en el recuerdo, en el deseo: futuro vivido de antemano. Se alimenta de poesía, mientras va de casa al trabajo, del trabajo al bar: lee los fragmentos de poemas desplegados como publicidad dentro del metro de Nueva York. Y en sus ojos el negro letargo de la noche... He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas… Las gentes sencillas son las únicas que no buscan la felicidad… Sí, NY no es únicamente las torres gemelas –ahora derribadas–, Paul Auster, Woody Allen y los Mets. NY, como Praga y Londres, donde también se da el programa Poesía en tránsito, son ciudades interesadas por la cultura: ciudadanos lectores, escritores, artistas y fotógrafos. Ciudadanos que viven una vida cosmopolita, en un flujo diario de diversas culturas –son capaces de diferenciar a un chino de un japonés–; desayunan hot dogs, comen borscht, cenan chow mein. Leen, siempre leen.
2. Hace unos años, nuestro gobernador, dijo: No daré un peso para la cultura mientras exista una calle que pavimentar. Curiosamente, vivimos en una ciudad de baches infranqueables, de agujeros –¿está demasiado hondo o voy cayendo demasiado lento? –, de no lectores. El arte debe salir a las calles, la lectura no debe estar confinada únicamente a las bibliotecas públicas (en Gdl hay 6 millones de habitantes y ni una biblioteca pública; la del estado sigue en remodelación, por un bache: el del sismo pasado). Los viajes y la lectura son los peores enemigos de la ignorancia, según Wilde, ¿o era Grey? Sino hay arte, ¿entonces fútbol y religión?
3. Una de las mejores maneras de conocer una ciudad es a través de los escritores que vivieron en ella. Tomemos el caso de Praga, una ciudad sin baches, que no nada –aunque a veces sí lo haga, literalmente– en la abundancia económica, donde vivieron Kafka, Dvorak, Kundera. Allí, uno puede caminar por las callecitas, como de cuento de hadas, por las que anduvieron los de los amores ridículos o los procesados. En Praga también vivió Miroslav Holub, uno de los mejores poetas checos. La poesía de Holub puede leerse, como la de Whitman en NY, en el metro: Aquí también hay paisajes de ensueño/ lunares, abandonados... La palabra penetra entre nosotros y el dolor/como una excusa del silencio.
4. Entonces, la cultura no puede depender de los baches de una ciudad, ¿o si? En Gdl hubo un intento, según me platicaba Raúl, por parte de Dante, de llevar la poesía a la calle: en sus tiempos de estudiantes de letras, imprimían carteles con poemas y los pegaban en las paradas de camiones, o buses, para nuestros amigos castellanos. En nuestros días, ¿se hace algún esfuerzo por llevar la lectura a la calle? Me gustaría pensar que la respuesta es un simple y bello: sí.