Recuerdo de una ilusión –o ilusión de un recuerdo.
Hay ciudades hermosas, tan únicas y llenas de vida, que nos hacen dudar de su existencia. Así pasa también con ciertas vidas, momentos en los que estamos vivos sin darnos cuenta, situaciones tan favorables, casi perfectas, que nos dan miedo, pavor de tan ciertas.
Vancouver es una de estas ciudades: una vida maravillosa, ajena en la distancia del tiempo, propia en la experiencia, no mía sino de otro, uno que la vivió, no yo sino otro, el que fui, antes de volverme arena, de regresar, si es que hay senda trazada, al camino de la vida, al supuesto destino preestablecido, donde el hombre vale por su trabajo, no por su esencia, por su ropa y su calzado, no por sus sentimientos.
¿Qué hace un hombre cuando lo tiene todo, cuando vislumbra su futuro, su felicidad asegurada por un presente fantástico, de bonanza y prosperidad, de falta de creencia y abandono del culto, como buen seguidor del sueño americano? Pues vive contento, dirías tú. Pero, ¿cómo es que algunos deciden abandonar esa segura felicidad por un destino incierto? Simplemente no lo se; lo único que me atrevo a decir, es que yo escogí la arena sobre el concreto, la carcajada espontánea a la sonrisa programada, el llanto necesario a el sollozo injustificado.
Vancouver lo tiene todo. En el verano: mar, islas, lagos, bosques, playas, fuegos artificiales al compás de la música; en el invierno: montañas para esquiar, centros comerciales comunicados por tubos en la ciudad, nieve, viento, lluvia, calefacción. Cuando uno vive en una ciudad como ésta, no hay a donde ir: ya está donde tiene que estar. Así pasan los días, los años, las vidas. La economía se mantiene, los amores van, vienen; sueñas de día la ilusión de vivir.
Dicen los canadienses, o por lo menos Douglas Coupland, que ellos son la primera generación nacida sin Dios. En la ciudad casi no hay templos, o sí los hay, pero de muy diversas religiones. En vez de pedir a Dios, piden al gobierno y, sorpresa, todo se les concede. Pero en esa supuesta abundancia ha desaparecido la magia de creer: It is better to loose an illusion than to find a truth, con esta frase colocada sobre un bar del barrio de Gastown, se define su falta de fe, su abandono a la vida. Acaso esa fue una de las razones de mi regreso a México: la creencia de los mexicanos en la familia, en los valores, en algo superior, en Dios.
Me podría hacer tantas preguntas, deambular sobre la hoja en blanco, como si fuera leñador o fontanero, barrendero o cocinero –¿lo fui? –, llenar páginas y páginas, como lo hiciera Kertesz en su última novela pero, ¿para qué? En el momento de reflexionar sobre el tiempo, se va el de la reflexión; siempre un paso atrás, en el intento de ir adelante. La vida no es más que una ilusión; para mí, Vancouver también lo es.
Vancouver es una de estas ciudades: una vida maravillosa, ajena en la distancia del tiempo, propia en la experiencia, no mía sino de otro, uno que la vivió, no yo sino otro, el que fui, antes de volverme arena, de regresar, si es que hay senda trazada, al camino de la vida, al supuesto destino preestablecido, donde el hombre vale por su trabajo, no por su esencia, por su ropa y su calzado, no por sus sentimientos.
¿Qué hace un hombre cuando lo tiene todo, cuando vislumbra su futuro, su felicidad asegurada por un presente fantástico, de bonanza y prosperidad, de falta de creencia y abandono del culto, como buen seguidor del sueño americano? Pues vive contento, dirías tú. Pero, ¿cómo es que algunos deciden abandonar esa segura felicidad por un destino incierto? Simplemente no lo se; lo único que me atrevo a decir, es que yo escogí la arena sobre el concreto, la carcajada espontánea a la sonrisa programada, el llanto necesario a el sollozo injustificado.
Vancouver lo tiene todo. En el verano: mar, islas, lagos, bosques, playas, fuegos artificiales al compás de la música; en el invierno: montañas para esquiar, centros comerciales comunicados por tubos en la ciudad, nieve, viento, lluvia, calefacción. Cuando uno vive en una ciudad como ésta, no hay a donde ir: ya está donde tiene que estar. Así pasan los días, los años, las vidas. La economía se mantiene, los amores van, vienen; sueñas de día la ilusión de vivir.
Dicen los canadienses, o por lo menos Douglas Coupland, que ellos son la primera generación nacida sin Dios. En la ciudad casi no hay templos, o sí los hay, pero de muy diversas religiones. En vez de pedir a Dios, piden al gobierno y, sorpresa, todo se les concede. Pero en esa supuesta abundancia ha desaparecido la magia de creer: It is better to loose an illusion than to find a truth, con esta frase colocada sobre un bar del barrio de Gastown, se define su falta de fe, su abandono a la vida. Acaso esa fue una de las razones de mi regreso a México: la creencia de los mexicanos en la familia, en los valores, en algo superior, en Dios.
Me podría hacer tantas preguntas, deambular sobre la hoja en blanco, como si fuera leñador o fontanero, barrendero o cocinero –¿lo fui? –, llenar páginas y páginas, como lo hiciera Kertesz en su última novela pero, ¿para qué? En el momento de reflexionar sobre el tiempo, se va el de la reflexión; siempre un paso atrás, en el intento de ir adelante. La vida no es más que una ilusión; para mí, Vancouver también lo es.