Viajar en círculos
Al salir de Barcelona, una semana antes, quedé con Luis y su primo de vernos en Ámsterdam. Él tenía que asistir a la boda de uno de sus amigos, con quien probó por primera vez el MDMA y que, recientemente, le había regalado un ácido. Me contó cómo esa noche sintió el amor por una de las asistentes a la fiesta. No dejaban de tomarse las manos, unidos por la fantasía de creer en el amor. Como ese recuerdo había quedado tan profundamente guardado en su memoria y, ante la ligera sospecha de verla de nuevo en la boda, apostó su vida entera al encuentro. Yo marché a la aventura, al viaje que atravesaría el sur de Francia, vía Montpellier, y de Alemania, pasando por Munich, para llegar a Praga, en la República Checa, pasar unos días ahí y, luego, subir por Alemania rumbo a Berlín, luego Bonn y Colonia; atravesar la frontera y llegar por tren entre los campos con molinos de aire modernos de Holanda hasta llegar a mi destino de encuentro. Semanas distintas: una de cierre de círculos –mi amigo dejaba Barcelona para regresar a Guadalajara después de haber pasado un semestre de intercambio– y otra de aperturas por las nuevas visiones de lugares desconocidos por los que yo rondaría.
Llegué a la estación de tren y, de inmediato, dejé mi backpack en un casillero para disfrutar el día, recorrer los cafés de la zona roja y encontrar un hostal donde pasar la noche. Salí de la estación y atravesé un puente (la ciudad está llena de puentes; de hecho, cada manzana es como si fuera una isla unida por cuatro puentes) y caminé por una de las avenidas principales que tenía carril para el tranvía, los autos, las bicicletas y los peatones, todos al mismo nivel de piso y separados únicamente por líneas y símbolos indicando cual es cual.
Caminaba por el Barrio Rojo, entre los famosos cafés con su variedad de cannabis en el menú: White Widow, Purple Haze, Skunk, Northern Lights; las ventanas que resguardan a las prostitutas más diversas del mundo: desde la escandinava de piernas largas a la china que parece casi enana; de la esbelta mujer de cabello castaño y ojos color miel a la gorda de 150 kilos con lonjas rebosantes por doquier. Aquí hay toda la libertad para todas las fantasías. Apenas unas cuantas cuadras y veo, a lo lejos, a mis amigos caminando en mi dirección (la última vez que me pasó un encuentro parecido fue en Real de Catorce, cuando yo iba entrando con Jesusito el de Zacatecas y nos encontramos cara a cara con mis papás) y, acelerando el paso, nos abrazamos con la alegría de los encuentros no buscados pero logrados a final de cuentas. A partir de ese momento, comenzó una semana de andar en círculos por la ciudad, un ir y venir de un sitio a ningún otro, de otro lado a siempre el mismo.
Llegué a la estación de tren y, de inmediato, dejé mi backpack en un casillero para disfrutar el día, recorrer los cafés de la zona roja y encontrar un hostal donde pasar la noche. Salí de la estación y atravesé un puente (la ciudad está llena de puentes; de hecho, cada manzana es como si fuera una isla unida por cuatro puentes) y caminé por una de las avenidas principales que tenía carril para el tranvía, los autos, las bicicletas y los peatones, todos al mismo nivel de piso y separados únicamente por líneas y símbolos indicando cual es cual.
Caminaba por el Barrio Rojo, entre los famosos cafés con su variedad de cannabis en el menú: White Widow, Purple Haze, Skunk, Northern Lights; las ventanas que resguardan a las prostitutas más diversas del mundo: desde la escandinava de piernas largas a la china que parece casi enana; de la esbelta mujer de cabello castaño y ojos color miel a la gorda de 150 kilos con lonjas rebosantes por doquier. Aquí hay toda la libertad para todas las fantasías. Apenas unas cuantas cuadras y veo, a lo lejos, a mis amigos caminando en mi dirección (la última vez que me pasó un encuentro parecido fue en Real de Catorce, cuando yo iba entrando con Jesusito el de Zacatecas y nos encontramos cara a cara con mis papás) y, acelerando el paso, nos abrazamos con la alegría de los encuentros no buscados pero logrados a final de cuentas. A partir de ese momento, comenzó una semana de andar en círculos por la ciudad, un ir y venir de un sitio a ningún otro, de otro lado a siempre el mismo.
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