Thursday, November 17, 2005


En las alas del deseo

Uno llega a las ciudades por diferentes motivos. No siempre son las ganas de ver los grandes monumentos –que generalmente ya hemos visto al televisor– sino recuerdos, sueños, deseos y evocaciones. Entre lo cierto y lo ficticio, imposible saber. Sin embargo, uno se da cuenta al final de cuentas –valga el recurso– hasta que ha pasado el tiempo adecuado. Y éste, ¿cuál será? Pues justamente ahí está el meollo de nuestra existencia, no sólo en cuanto a viajes o ciudades nuevas, sino a vidas vividas en el instante o en el futro que seguramente nunca llegará tal cual deseamos. Un hueco y todo se vuelve una jarra de porcelana en manos de un niño de apenas dos años; un ligero trastabilleo y el universo cae de bruces.
Yo llegué a Berlín en las alas del deseo o, mejor aún, tan lejos, tan cerca, tarareando y murmullando la tonada de Bono, al lado de la bellísima Natasha Kinski y su mirada de ángel –porque es un ángel– a través del marco de Wim Wenders. Durante muchos años de mi vida he viajado a través de la pantalla de cine. La televisión apenas si la he visto; de hecho, nunca he tenido una televisión propia. Recuerdo que en cierta ocasión mientras compartía departamento con un amigo colombiano en la calle Haro en Vancouver, decidimos rentar una TV de 50 pulgadas sólo para jugar Playstation. Parecerá absurdo pero era cosa seria. Yo sabía los nombres y las características de los jugadores y equipos de la NBA gracias a los videojuegos; Leo se quedaba jugando todo el día, mientras vivía su refugio canadiense y su exilio permanente debido a ser demasiado millonario en Colombia y temer ser secuestrado si volvía. Sólo nos duró 4 meses el gusto: habíamos contratado por 3 meses pero, al no pagar el cuarto, llegaron los de la tienda a recoger su equipo. En cambio, el cine siempre ha estado cerca de mi: en la Pacifique Cinematheque de Vancouver vi mi primer película de arte, larga, aburrida y sorprendente: Solaris de Tarkovski. A partir de ahí comenzó mi interés por el cine hasta ir casi todos los días en ciertas temporadas, sobre todo cuando hay muestras.
El cine de Wim Wenders se convirtió en mi favorito después de ver Tan lejos, tan cerca y admirarme de la vida de los ángeles caídos y su deseo de sacrificar la eternidad por unos cuantos momentos de amor intenso y terrestre. La belleza, la magia y el asombro se combinaban para crear una atmósfera de esperanza: aunque a veces uno se siente solo en el mundo siempre esta por ahí su ángel guardián. Y no es sólo uno: andan sueltos por el mundo, los que han decidido caer y los que siguen mirando desde arriba y descendiendo cuando un alma cae. Y todas estos ascensos y descensos no podrían haber sido explorados cinematográficamente de una mejor manera que desde las alas de la Reina de la Victoria en Berlín, ciudad que fue destruida, cambiada y reconstruida en unos cuantos años, donde se siente un aire de cambio y progreso aunado a la nostalgia de los tiempos que se van y no han de volver. Caminando por el Tiergarten uno puede sentir una dualidad: abajo las prisas de los hombres, arriba la tranquilidad de los ángeles.
Wenders es un viajero permanente, un hombre que toma la cámara como revolver y sale a disparar al mundo, a captar lo bueno de la existencia, de esa prisa permanente por encontrar la tranquilidad y los buenos sentimientos. Y así descubre a Madredeus, con sus guitarras y, de nuevo, una voz angelical. Con una cámara en manos de un niño y un micrófono sale a registrar los sonidos de Lisboa y narra su historia mediante la música. Luego viaja a Australia donde cuenta la historia de una máquina que permite ver lo que una persona está imaginando. La obsesión por las imágenes nos lleva a querer retratar y cuantificar toda la realidad: aquí es la vista y la memoria lo más importante para el hombre. después viaja a Los Angeles, al Hotel del Millón de Dólares donde viven seres abandonados por el sistema, exiliados en su misma ciudad, en su propia realidad. Con esto demuestra que no es necesario el traslado a una región remotísima para viajar, para mover la concepción del mundo. Un hombre muere y, a partir de este punto, la vida gira para todos los habitantes del hotel. Si Natasha fue la diva de Paris, Texas y Tan lejos, tan cerca, ahora es Mila Jovovich la que brinda la belleza femenina a la pantalla. Con su parte de locura y desesperación, sus ojos a medio mirar y su sonrisa apagada por el llanto, Mila sigue dando esperanza a uno que otro loco del lugar.
Quedan películas por contar, lugares por recorrer, mujeres por amar. Queda vida, sobre todo vida, en las alas del deseo.

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