Thursday, January 12, 2006


Lo que vemos

¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación, en el tren de mi cuerpo, o de mi destino, inclinado sobre las calles y las plazas, sobre los gestos y los rostros, siempre iguales y siempre diferentes, como son, al final, los paisajes.
Cuando imagino, viajo. ¿Qué otra cosa hago yo cuando viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación justifica que uno tenga que trasladarse para poder sentir.
La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.
Fernado Pessoa. Libro del desasosiego

El viaje verdadero, el auténtico, está en la imaginación. Puedes correr y correr, deambular de un sitio a otro pero, a final de cuentas, jamás escaparás de ti mismo. El otro lugar siempre está asociado con el aquí. En la búsqueda de esa orilla, de ese rincón alejado, recóndito y maravilloso que llamamos el allá, perdemos el estado de conciencia del aquí, el presente mágico que brinda la libertad de decir: existo. Y si existo entonces puedo viajar, moverme de un punto a otro sin ni siquiera desplazarme. Kertesz habla de cómo el escape último, el más maravilloso, está en la literatura, impresión escrita de la imaginación. Pero no sólo en la sublimación artística de los sentidos se da la transformación de la conciencia. También en el arte de la vida diaria, según Nietzsche, en la acción voluntaria y precisa de todas las acciones que uno ha de desarrollar durante el día.
Si viajo es porque no he logrado encontrarme, porque la búsqueda se ha vuelto un tanto ciega, al punto de dejar de contemplar los pequeños detalles de la cama donde duermo, la mesa donde desayuno y las banquetas por las que camino. Ando de un punto a otro buscando la sorpresa, la maravilla y el asombro sin percatarme que el asombro está en el interior, en el rincón oculto del flujo incesante de la humanidad dentro de la humanidad misma. Ir sin ir es la mejor forma de ir: flujo budista de la contemplación.
Así, me voy pero me quedo, vuelvo porque quiero irme, me quedo para saber irme. Y me atrevo a decirlo, de nuevo: la mejor forma de irse es saber quedarse.

Sunday, January 08, 2006


Las vías


Rápido ruedan las ruedas del ferrocarril
Trabalenguas popular


Hay sonidos que lo acompañan a uno siempre, huellas auditivas que se disuelven en el viento, se evaporan a la mirada y se anuncian de repente, inesperados, en medio de la noche: el tren que se aproxima, la fricción sobre los rieles, el pitido de aviso al llegar a un crucero. Durante mi infancia fui acumulando memorias y sueños de viaje cada vez que escuchaba pasar al tren de las doce de la noche a unas cuadras de mi casa, por Avenida Inglaterra. Ya adormilado, recostado sobre mi cama, esperaba con ansiedad el sonido emitido por el maquinista, el anuncio de tierras lejanas e ilusiones de lugares desconocidos.
Dicen que los niños siempre dicen la verdad. Cuando me preguntaban qué quería ser de grande, siempre respondía: vagabundo, pero no en el sentido de pobreza sino en el de desapego del mundo y la incansable curiosidad de visitar lugares nuevos; vivir tantas vidas en tantos sitios distintos como me fuese posible. Y no fue sino hasta que cumplí 18, con el servicio militar ya en trámite, que subí por primera vez a un tren, el único de pasajeros que quedaba en México. La vía: Creel-Mochis, pasando por la Barranca del Cobre, cañón espectacular por su profundidad y grandeza. Ahora escribo desde una casa de campo frente a las mismas vías de tren de mi infancia, el que va desde la Ciudad de México y recorre el Pacífico hasta llegar a la frontera. Son las cero horas y veinte minutos. Esperen. Ahora lo escucho. Ya viene. La fricción de las ruedas, el chillido de los frenos, el aviso del conductor…
Mi siguiente aventura con los trenes –aunque de nuevo sin subir a uno de ellos– fue al realizar mi tesis de licenciatura en matemáticas. El tema: diseño e implementación de un sistema de levitación magnética. Y, ¿qué tiene que ver con los trenes? Con los antiguos, como el Creel-Mochis, que va a una velocidad promedio de 35 km/h, nada; pero si pensamos en los trenes de alta velocidad, como el TGV (tren de alta velocidad, por sus siglas en francés), todo. Estos trenes logran alcanzar velocidades de hasta 300 km/h gracias a la disminución de la fricción que ejercen las ruedas con los rieles. Y esto se logra gracias a procesos de atracción y repulsión magnética –principio mediante el cual yo construí y demostré que podía mantener levitada electromagnéticamente una esfera.
La siguiente vez que subí a un tren –y no fue uno sino varios, incluyendo uno de alta velocidad– fue un par de años después, en una de mis visitas por Europa, donde los trenes si son un sistema de comunicación confiable. Viajar en tren ofrece la ventaja de trasladarse de un punto a otro, con la seguridad de no desviarse en el camino. Justo como los sistemas de metro de las grandes ciudades ofrecen una ventaja distinta a la de los autobuses. Cuando uno toma el metro en una estación, sabe que llegará a la de destino, independientemente de la ruta. Entonces, uno puede relajarse y no preocuparse por el camino, dejándolo todo en manos de la máquina.
Viajar en un tren de alta velocidad permite ver al mundo exterior como una película que pasa demasiado aprisa; no se contempla el paisaje, sino la luz que se transforma en líneas de colores horizontales. La realidad cambia según la perspectiva del observador, ¿no?
Además de los trenes, también tengo una cierta fascinación por las vías. En la adolescencia solía caminar sobre ellas, imaginando historia de amores y aventuras. Cerca de la casa de mis padres, todos los jueves, se pone un tianguis justo al lado de las vías del tren, sobre Avenida Inglaterra. De vez en cuando, la tentación de ir a comprar una torta de jamón, panela y mucha crema en birote salado se hace irresistible. Casi cuando llevo tres cuartas partes de la torta, me comienzan a doler las mandíbulas por el esfuerzo de masticar. Entonces dejo unas cuantas semanas hasta que de nuevo vuelvo, por el placer de ver las vías, y el tren que pasa al lado del tianguis, mientras compro mi torta de jamón y pienso en los pocos viajes que he realizado y los muchos que aún quiero hacer.

Saturday, January 07, 2006


Alquimia

A veces es necesario viajar grandes distancias, recorrer mundos nuevos, para darse cuenta que el tesoro estaba enterrado en el jardín trasero. Hay quienes jamás tienen el tiempo o el dinero suficiente para visitar el sitio que siempre han soñado. Otros van y descubren que no está en el irse, sino en el saber quedarse, la mejor forma del viaje. Porque cada rincón guarda un secreto a punto de develarse, un tesoro a la vista que no necesita mas que ser mirado de lleno. Con la revivificación de esta historia, Cohelo se hizo famoso y millonario. Alquimia: transformación de metales en oro. Si tomamos como objeto a la vida en vez del oro, entonces la alquimia será la transformación de un hecho común en una gran aventura, en un recuerdo memorable, en un viaje que vale la pena ser contado en mil y una noches.
Yo he descubierto lugares maravillosos cerca de mi ciudad gracias a un viajero y explorador infatigable. Ed, mi amigo inglés que ha adoptado la cultura mexicana como la suya, me ha mostrado sitios espectaculares, como las cascadas de Huaxtla. Este sitio tiene su encanto secreto, puertas esperando ser abiertas por una mano inocente, curiosa, sincera. El bosque de pinos al norte de la ciudad me hace recordar que no todo es selva de concreto. Donde ahora está la civilización, antes hubo praderas y llanos. Y los llanos aun vivos, nos recuerdan que somos parte del mismo planeta, que convivimos y coexistimos con los demás seres y plantas.
Para llegar a la cascada principal tuvimos que estacionar el coche en un vericueto del camino y andar un par de kilómetros, primero ladera abajo y luego siguiendo el río, andando sobre piedras, evitando el agua. La recompensa valió la pena. Ante nosotros se extendía un gran valle. Ni un solo ruido mas que el del viento jugando con las hojas de los árboles. ¿Cuántos tesoros no se esconden en el patio trasero? ¿Cuándo aprenderemos a voltear a verlos? Regresamos ya casi envueltos por la oscuridad. Casi al llegar al coche, el manto nocturno ya había envuelto al día. Caminamos guiados únicamente por nuestra intuición de dónde encontraríamos el coche. Creo que por aquí es, dijo Ara, dando un paso delante de nosotros y andando con certidumbre. Un par de minutos después, emprendíamos el regreso a la ciudad, a la realidad que nos absorbía la mayor parte del tiempo, pero ahora concientes de esos rincones mágicos que por ahí se esconden, sitios donde uno puede ir a sentarse y mirar, simplemente mirar, recargando la energía y las ganas de seguir adelante.

Fiestas hermanas


Nunca digas todo lo que piensas
Michael Corleone


Para el preludio al viaje, ¿qué mejor receta que el cine? Los libros y los viajes son los peores enemigos de la ignorancia, según Wilde. Yo agregaría el buen cine y creo que Oscar estaría de acuerdo conmigo. Así, antes de viajar, qué mejor que una buena película para hacer tiempo o para matarlo o para ganar unas horas o para acelerarlas. Yo decidí hacer tiempo con las tres películas de El Padrino. Mi avión Londres-Madrid-México-Guadalajara salía a las 7 de la mañana por lo que debía abandonar el departamento a las cuatro y media con tiempo suficiente para documentar mis maletas en Heathrow. Cualquiera que ha visto las películas de El Padrino sabe que, una vez que las ha visto, las quiere volver a ver. Justo como un buen libro que, una vez terminado, ansía volverse a abrir desde la primera página. Y además, como dice Paul Auster, no es tanto el tiempo de lectura lo que permite saber si el libro es bueno o no, sino las horas que uno pasa alejado del libro pero todavía pensando en él, como si uno se fuese convirtiendo lentamente, en un personaje más; los alrededores ya no parecen como eran antes sino que se han transformado según el libro –o la película– que hayamos visto.
Viajé durante veinticuatro horas pensando en la película. En cómo se van dando las sucesiones de un padrino a otro en un rito de religión y muerte: bautismo, matrimonio, orden papal. La familia es sagrada y el respeto al padrino, quien cuida de sus seres queridos y sus amigos, es muy importante. Hubo una parte que me llamó especialmente la atención, debido a su similitud con nuestra cultura. Cuando Michael Corleone –hijo de Vito, el primer padrino– se exilia en Sicilia después de matar a los que intentaran asesinar a su padre, conoce a Apolonia, mujer con la que se casa en la villa Corleone, se hace una gran fiesta en la que se baila, se bebe y se invita a todo el pueblo. La banda toca y los invitados se sientan en círculo alrededor de la pista de baile. La comida y la bebida no faltan.
Dos días después de llegar a Guadalajara decidí ir con mis padres a recibir el año nuevo a San Sebastián del Oeste, pueblo de 680 habitantes enclavado en la sierra de Jalisco, a una hora de Puerto Vallarta. El día que llegamos anduvimos caminando por el pueblo, la plaza principal y su templo. De repente escuchamos al mariachi tocar y vimos cómo se aproximaban hacia el templo, siguiendo a una comitiva de unos 10 jóvenes de traje, una quinceañera con vestido blanco al lado de su padrino y sus padres. Hicieron fila a las puertas del templo. El padre salió acompañado de su acólito y los roció de agua bendita para que pudieran entrar al recinto. Mientras transcurría la misa, subimos al campanario para apreciar una mejor vista del pueblo y sus alrededores montañescos. Eso fue como a las seis de la tarde. Nos retiramos a descansar un rato, sentados en el zaguán de la casa de mis tíos. Llegada la noche nos enteramos que habría fiesta en grande y que todo el pueblo estaba invitado. De inmediato asocié el evento con la escena de El Padrino. Parecía como si ahora estuviese dentro de la película, como si la vida hubiese copiado al cine en sus costumbres y ceremonias. ¿Cómo era posible que pueblos tan distantes tuviesen costumbres similares? Acaso sea un poco por las raíces que compartimos en cuanto al lenguaje, lenguas latinas, catolicismo exacerbado, sencillez de la gente de pueblo, generosidad de aquellos que se sienten agradecidos y aman el lugar donde nacieron. La vida, justo como en el cine.


Escalera al cielo

Ante un pequeño escalón me detengo, meditabundo, dubitativo. Luego pasa que me animo, no se cómo ni por qué, pero lo hago. Levanto un pie, el otro. Volteo hacia atrás. El escalón no era tan alto como pensaba, la vida se ve casi igual desde acá arriba; no era necesario dar el paso, ¿o sí?
Los pequeños logros son despreciables, carentes de sentido si no se les mira como escalones hacia otro lado, siempre otro sitio o, si se quiere ver de otra manera, una espiral que continúa regresando al mismo punto de partida. Entonces, avanzar o volver, movimiento o quietud, requieren de un mecanismo que los anime, una fuerza impulsora, vital y decisiva.
La diferencia entre seguir y quedarse está en la actitud. Si escribo es para desaparecer, para ganar el anonimato de cualquier ser humano, como el jardinero o la mesera quienes van por la vida a paso lento, sin mirar atrás, sin preocuparse por las escaleras; no cuentan los peldaños, sólo los suben, sin más. La escritura permite entablar un diálogo con una persona en específico, lector(a) deseoso(a) de ver los peldaños que conducen al ático de otro, el personaje ficticio que toma forma en el vecino, la maestra de escuela, el jefe del trabajo. El lector(a) mira la escalera, observa hasta el más mínimo detalle: la luz que incide en diagonal sobre la alfombra vieja; la mancha de sangre de cuando el pequeño Juan se raspó las rodillas; el jirón dejado tras una noche de copas, cuando la mujer bajaba al encuentro de su amante, con la lumbre a punto de cognac y fresas cubiertas de chocolate.

La escalera ha reflejado desde hace siglos, la ambición y decadencia de la humanidad: Babel cayó, sigue cayendo. El proceso kafkiano continúa, seguro de su inutilidad, en los largos trámites para sacar la licencia de conducir, en el trámite de la visa para ir a otro país, donde la vida realmente se dará, no como aquí sino mucho mejor, seguro mucho mejor. La vida es un constante movimiento, una búsqueda de un lugar para vivir, no aquí, sino en otro lado, siempre en otro lado.
Edward James, príncipe y poeta inglés, amigo de los surrealistas, construyó una escalera al cielo, no como la de aquel famoso grupo de rock de los setentas, sino una más atrevida, cuya espiral denotara la vorágine del hombre por alcanzar la grandeza, por sentirse dueño de su propia existencia, de su destino dirigido a un fin supremo.
Una cascada, un río, montañas y selva, mucha selva. Figuras surrealistas, manos esculpidas por Dalí (según cuenta el guía de turistas. Semana santa, 2001), quien fuera amigo de James, una tina de concreto a la medida de su cuerpo, un trono ambulante sostenido por dos varas transversales sobre el cual paseaba por los alrededores de su castillo, cargado por cuatro indígenas de la Huasteca Potosina.
Las Pozas, Xilitla, es el recinto donde Edward James decidió transformar la poesía, dejar la palabra y transportarla fuera del papel, convirtiéndola en obras de concreto entre una selva exuberante. Al entrar a lo que fuera su castillo, su recinto surrealista dentro del país surrealista por excelencia, donde la realidad ya no necesita ser trastocada ni cambiada, porque parece demasiado inverosímil como está ya, uno se enfrenta con las escaleras al cielo, espirales que se elevan hacia ninguna parte, hacia el universo allá afuera (o arriba, como se quiera ver), en la búsqueda de un algo que definitivamente no puede ser encontrado en la palabra, ni en la vida como metáfora de la poesía.

La espiral va, viene, regresa siempre. Yo avanzo un paso, luego otro. Vértigo. Otro paso. Me detengo. Más vértigo. ¿Qué tan alto puedes llegar antes de caer? ¿Qué tan lejos necesitas ir antes de olvidar el camino de regreso a casa?

Friday, January 06, 2006


Hacia el fondo –nada.

Una laguna en un cráter de un volcán. Dicen que han venido exploradores a buscarle fondo y jamás lo han encontrado. ¿Qué tan hondo puede ser un agujero para no tener final? Y si no tiene fondo, ¿hasta dónde llega?, ¿al centro de la tierra, como lo cuenta Julio Verne?
La habitualidad del viajero está en la horizontalidad. Nos desplazamos de un punto a otro, andando al ras de la superficie terrestre. Las dimensiones espaciales se conservan, independientemente del sitio donde nos encontremos. Pocos son los que desafían a la horizontalidad e invocan, vigorosos, a lo vertical. El hombre, desde el inicio de su historia de hombre, y acaso mucho antes, ha mirado hacia arriba con un aire de nostalgia, sabiendo que jamás llegará hasta allá con vida, a menos que trascienda y pueda ir a vivir, una vez muerto, en el paraíso. Entonces, el cielo, desde tiempos remotos, se ha asociado al paraíso, a ese rincón inalcanzable salvo nuestras buenas acciones. Y, ¿qué hay de la visión hacia abajo? Son pocos los que se han atrevido a dejar caer la mirada con un sentido de búsqueda. Por lo general, se asocia a los de mirada caída con perdedores, deprimidos, seres nostálgicos que habitan o buscan la vida de ultratumba, más allá del recinto de los muertos. Arriba: la vida; abajo: la muerte. Luz y oscuridad contrapuestas, formando una dualidad bastante conveniente para el hombre.
En el transcurso de los años, el hombre, presa de su curiosidad, decidió aventurarse a las alturas, vencer la verticalidad que lo separaba de la superficie terrestre. El primer logro: el ascenso al Monte Everest. Primero llegó uno, como un hecho extraordinario. Después, lo maravilloso se volvió en cotidiano para ciertos hombres, también curiosos y deseosos de obtener la gloria de estar en la cima del mundo, ver a la tierra desde la mayor altura permitida sin despegar los pies del piso. Pero la curiosidad siguió rondando a las mentes humanas. Llegó la segunda década del siglo XX. El hombre desvirtuó a la luna de su sentido poético al poner un pie sobre ella. Un pequeño paso para un hombre, uno grande para la humanidad, el fin de la ilusión de la luna de queso. Después seguiría Marte y a partir de ahí, ya no habría fin, hasta llegar de nuevo a otro planeta, donde el hombre se encontraría con otro hombre ansioso de ir más lejos.
Y, ¿hacia abajo? Julio Verne lleva a sus personajes hacia el centro de la tierra en una de las narraciones más hermosas que jamás haya leído. Después de atravesar túneles y peligros, llegan a un lugar paradisíaco con un clima bastante acogedor. Jacques-Ives Cousteau también se aventuró a las profundidades, pero no de la tierra sino del mar. Exploró los abismos del mar, revelándonos un mundo que jamás imaginamos. Hay quienes cuentan que él mismo vino a la laguna de Santa María del Oro a echar una mirada en su fondo, el cual jamás pudo encontrar. Donde la ciencia falla, entra la imaginación. ¿Qué hubiera encontrado Cousteau si hubiese logrado llegar al fondo del mar, a los abismos más remotos de ese universo sumergido?

Oasis

La luz se detiene, meditabunda, al cruzar las tejas de mi palapa. La arena arde, el mar se incendia, el cielo se inunda de tonos rojos, naranjas, violáceos. El calor no disminuye ni se retrae ante el oasis (ventana a la naturaleza, reflejo de uno mismo); la belleza no es pretexto ante el calor. El infinito se extiende hacia donde mires: dunas de arena largas, lisas, doradas; aguas cristalinas, verdes, azules, claras; almejas reina, callo de hacha, pececitos juguetones alrededor de mis tobillos, a unos cuantos pasos mar adentro, ahí nomás, entrando.
Es verano. Los días son largos, las noches cortas, calor por todos lados. La actividad primordial del día se resume a soportar el calor; la de la noche, a soportar los moscos que buscan el único rincón del cuerpo sin repelente para chupar tanta sangre como puedan. ¿Cuál es el precio a pagar por el paraíso? ¿En verdad vale la pena el largo camino, las diez horas desde Ensenada, atravesando el desierto de la Baja California para llegar a Mulege, paraíso perdido en el desierto? Creo que todos los viajes tienen una cierta finalidad, aunque aparentemente parezca que no se tratan de nada. Hay quienes nunca se animan a salir de casa. El refugio y el confort de la televisión ya son bastante para ellos. Parece que hoy en día ya no es necesario viajar. Basta con encender el televisor para vivir la vida de otro, descubrir lugares a los que uno jamás tendrá que ir. Como decía un tío cuando le preguntaban si quería ir a Europa o viajar a cualquier sitio: ya conozco todo el mundo, lo vi en la tele. Pero también habemos unos cuantos tercos que decidimos emprender el camino, apagar el botón del televisor y decimos: vamos a ver qué hay por allá.
Y aquí estoy, en una palapa frente al mar, con la hamaca colgada y la caza de campaña puesta. Detrás de mí no hay más que arena, dunas extensas que suben y bajan, onduladas unas, vertiginosas otras. Como la historia del arca de oro al final del arcoiris, así es Mulege: un lugar maravilloso al final de un largo sendero desértico. Los viajes siempre valdrán la pena porque cuando uno se mueve ya ha comenzado el viaje. El movimiento es la certeza de saberse vivo; una playa en medio del desierto, la certeza de saber que si hay vida mientras uno se mueva. No importa lo que hagas pero ¡muévete!, fue el consejo que me diera un amigo hace tiempo. ¡Muévete! Acaso encuentres por ahí, como no queriendo, un paraíso después de un largo sendero.


Frío extremo

Si algún día viajas por Canadá, nunca vayas a Winnipeg, es la ciudad más aburrida del mundo y no hay nada que hacer, me dijo Joel, el sous-chef del restaurante donde trabajaba en Vancouver, un año antes de mi viaje hacia allá. Creo que esa frase se me quedó grabada a modo de reto. Tenía que ir a descubrir si en realidad la ciudad era tan aburrida como decían, si en verdad no había nada que ver ni hacer. Compré mi boleto un mes antes, con fecha de vuelo para el diez de enero, lo cual me daría unos quince días para volver en camión, atravesando las Rocallosas. Supuestamente viajaría con Leo, mi amigo colombiano con el que compartía departamento pero, dos semanas antes del viaje comenzó con dolores de estómago, lo cual desembocó en una ida en ambulancia al hospital, donde recibió al 2000 tras una operación de urgencia del apéndice, mientras yo pasaba unos días con mi familia en Victoria.
Jamás había visto un invierno extremo. Aun cuando había pasado cuatro en Vancouver, por lo general no eran muy fríos ni con bastante nieve para pintar de blanco a la ciudad. Un poco de neblina y bastante lluvia era lo que obteníamos durante la temporada de frío.
Cuando el airbus comenzó el descenso no veía la pista de aterrizaje. El paisaje: un entramado de tonos blancos. Tocamos tierra y una ligera lágrima delatora se me escapó. Si había venido hasta acá no era tan sólo por la curiosidad de ver una ciudad en medio de la nada, donde hay nada. Como casi todas las decisiones que toman los hombres, la mía había sido originada también por una mujer, por un amor que estaba tan cerca pero tan lejos, uno que había tenido pero sentía que se escabullía como agua de lluvia por las alcantarillas. Ella había ido a Minnedossa, pequeño pueblo a una hora de Winnipeg, donde apenas había un semáforo y no había tienda sino hasta la siguiente población, a unos cuantos kilómetros, a visitar a su familia por la navidad. Pueblo de gente sencilla, muchos de los cuales jamás habían ido a la ciudad. Recuerdo que me dijo que tenían miedo a lo desconocido. Si un día vas a mi pueblo, puede que te golpeen sólo por tener un acento distinto, me dijo en cierta ocasión que estábamos en su departamento, tirados sobre la alfombra, mirando al techo, pensando en nuestros lugares de origen y charlando sobre lo que todo mundo debería ser o pensar y los derechos que todos deberíamos tener, como el de viajar, ser feliz, sonreír y amar.
Anduve por la ciudad desierta por el frío extremo, tanto interno como extremo. El termómetro indicaba -27°C. Creo que yo era el único loco que se animaba a andar por la calle, sin rumbo fijo, cargando mi mochila, la cámara fotográfica y un amor incierto que pesaba más que todo el equipaje. La ciudad, en verdad, es aburrida y abunda en la nada. Diseñada para el frío, el centro está interconectado por túneles y puentes cerrados con temperatura constante de 20°C. Caminé y caminé hasta no sentir las manos. Finalmente encontré un hotel donde hospedarme. Para apaciguar el frío y ante la incertidumbre del amor que parecía perder, opté por comprar un poco de seguridad. Tomé la sección amarilla y busqué compañía y entumecimiento para la conciencia. Llamé a una agencia que ofertaba jóvenes atractivas y sensuales. Me dijeron que el servicio tardaría una media hora. Me recosté a mirar el televisor y esperar. Pasó media hora y nada. Volví a tomar el directorio y llamé a otra agencia. A los cinco minutos llegó la primera dama de compañía, a la que despedí por haberse tardado tanto, con una disculpa y un alivio al verla tan vieja y fea. Llegó la siguiente a los pocos minutos. No estaba mucho mejor; de hecho, era un poco gorda y con el cabello rubio artificial, algo raro para Canadá. La invité a pasar y le dije que no quería tener sexo sino sólo compañía. Me dijo que por ella estaba bien, que de todos modos cobraba igual, por hora. Le pagué sus cien dólares canadienses y la invité a que se recostara conmigo sobre la cama. Mi soledad, en vez de apaciguarse, se acrecentó, y no podía esperar el momento en que tuviera que irse. Después de una hora, la despedí, levanté el teléfono, marqué y, al no escuchar la voz que esperaba oír, colgué.
El frío volvió a inundar la habitación. Ahora, cuando me preguntan, siempre aconsejo: nunca vayas a Winnipeg.

Mar de espuma

Abajo la ciudad está mojada y gris. Amanece a las 8 y anochece a las 4 de la tarde. Aunque sea de día, nunca se ve el sol. Un templo cristiano, en la esquina de Robson y Haro invita a unirse en oración el domingo a las 12 para pedir que pronto termine esta oscuridad y de nuevo podamos ver la luz. Y no es metáfora de redención sino una depresión colectiva en la que nos tiene hundidos la lluvia y la niebla. Ni siquiera funcionan los paraguas; es imposible cubrirse del agua que cae en todas direcciones. Para vivir aquí es necesario ser repelente al agua: botas, pantalón y chamarra impermeables. Las calles se iluminan con luz artificial. Así, nuestra fuente de luz ya no viene de miles de kilómetros de distancia sino de apenas unos cuantos metros. La ciudad no duerme. Ante la indiferencia del día y la noche, la gente ha adoptado hábitos nocturnos como si fueran diurnos; hay supermercados, restaurantes y hasta gimnasios abiertos 24 horas.
Una de las actividades invernales predilectas para aprovechar el frío es ir a esquiar. La ciudad cuenta con varias montañas locales, entre las que se cuentan Cypress Mountain, a tan solo 45 minutos del centro. Para mitigar las lluvias, decidí ir a deslizarme sobre la nieve, por las pistas azules y negras.
Estoy parado en el mirador, a medio camino a las pistas para esquiar. Es increíble, después de tantos meses de ausencia, ver al sol brillar en todo su esplendor. El cielo se ha desdoblado. El techo de la ciudad ahora parece el piso de donde me encuentro. Las nubes grises que había contemplado sobre mi, ahora se extienden como un océano de espuma. Acaso el milagro que tanto pedían en los templos se haya realizado y, aunque sea por una tarde, algunos afortunados podamos contemplar el sol y las pinceladas que traza en el cielo, no el que normalmente vemos, sino otro, decorado especialmente para la ocasión.

Materialización de los recuerdos –propios o no.
Los recuerdos son curiosos, traicioneros. Los hay felices, únicos, tristes, comunes, desastrosos, imperdonables, intensos, orgásmicos, inolvidables. La vida está constituida por momentos, por pedazos discontinuos de tiempo. No es la vida en sí la que vivimos, sino los trozos que vamos desarmando y armando hasta completar el puzzle de nuestra existencia. Llega un momento en que los recuerdos que uno atesora y cuenta como propios ya ni siquiera lo son; acaso los hemos robado de una historia contada o leído o visto en la tele o el cine. Nos vamos volviendo recuerdos, muchos de los cuales jamás nos sucedieron. Acaso haya uno u otro por ahí que de tanto soñarlo creamos haberlo vivido. Y los que olvidamos y si vivimos, ¿forman parte de nuestra vida o más bien se van aunando a una herencia colectiva de “malos recuerdos”?
Si somos nuestros recuerdos, ¿por qué hay quienes se han esforzado en desprenderse de ellos, a tal grado que ahora contamos con un nombre para este selecto círculo de individuos? El Alzheimer, más que una enfermedad es una invención moderna, una alcancía donde se han ido depositando, a lo largo de los años, recuerdos que nadie quiere, culpas ganadas o por accidente, sufrimientos de personas que se convirtieron en alguien que jamás imaginaron.
Después de guardar o perder un recuerdo, ya no eres el mismo. Te transformas en el presente de un cierto pasado, en la posibilidad del hubiera de un hecho concreto. Pero para ganar un recuerdo, primero necesitas vivirlo o apropiarte de él. Luego que lo has obtenido, también es necesario un catalizador que te lo devuelva, un estado de ánimo y un escenario ideal que te permitan traerlo de regreso. Acaso ese haya sido el éxito del Alzheimer: la falta de catalizadores de recuerdos en nuestra vida moderna. De tanto vivir y andar de un lado a otro, puedes olvidar detenerte a veces y decir: tengo recuerdos.
Uno de los sitios especiales y que mejor funcionan para recordar es el océano, la infinita bastedad del horizonte donde se confunde el azul de arriba y el de abajo en una sola línea distante que no termina ni en el mar ni en el cielo sino en una lejanía difusa, antes de que el mundo de vuelta y vuelta sobre sí mismo. Por esto, después de tres meses viviendo en Londres, en el laberinto que atrapa al que llega y lo hace correr a toda velocidad sin permitirle un momento de suspiro ni preguntarle si está conforme o no, decidí ir a la playa, a mirar el océano y caminar al lado del mar, tan cerca del infinito como fuese posible. El lugar ideal fue el puerto de Brighton, a tan sólo una hora en tren. Allí pude caminar de ida y vuelta, sobre las piedras y entre los juegos de diversión; mirar las galerías de arte inspirado por el mar y los recuerdos; sentarme frente al mar con Lynne a comer un trozo de pescado empanizado y papas fritas, envuelto en un pedazo de papel, y casi congelarnos las manos de frío por el fuerte viento que llega del Norte y espantar a las grullas que nos tenían rodeados creyendo que las alimentaríamos; salir a bailar a un bar de música Reggae, frente al mar y bajo un puente.
También guardo un recuerdo no vivido, que nunca pasó pero llevaré por un tiempo en la memoria hasta que, acaso con la vejez –si es que la tengo– llegue a contar como propio: el lunes por la noche se presentó en el Brighton Hall la banda de jazz de Woody Allen, con su única presentación en el Reino Unido. Ese día yo tenía que estar de regreso en Londres para trabajar día y noche, andar deprisa y olvidar que los recuerdos si no se atesoran, se pierden.

Puentes y parques


El puente

Los puentes son para dejarse;
los parques para el encuentro.
Hay jardines en la memoria:
caminados, vistos, imaginados.
Sueños de hojas secas
suspiros de maple
silencios de complicidad.
Gotas vacías en el cuarto desnudo:
amanece al atardecer de un beso.

El parque

Las tonalidades del otoño:
unas cuantas gotas de luz y
el día se vuelve transparente.
Pétalos de fuego, hojas de cristal.
De una hora a otra, el universo
cambia de lugar.
En el estanque, un pato clava el pico
buscando la profundidad de
seguir siendo él mismo; a
su lado, uno más cruza la cerca,
por debajo, viene y va.
A lo lejos, sonidos de
turbinas y sirenas.
A mi lado, el viento
ronronea.
Estoy en compañía; vivo
mi soledad.

El camino

Esperaba nada y comencé a soñar.
Dejé de trasladarme, moverme hacia
otro sitio diferente del real.
El Támesis a mi izquierda; a la derecha,
la Pagoda de la Paz: Buda
extiende los brazos para cerrarlos de nuevo.

De un lado a otro –o en medio de la nada.
Uno deambula por la vida sin apenas darse cuenta de las huellas que ha dejado impresas sobre el camino, ya sea de arena, tierra, cemento o hierba. Hay quienes optan por los círculos: van, vienen y regresan a donde mismo, creyendo haber alcanzado la verdad después de tanto avanzar. Otros van en espirales, líneas quebradizas, oblicuas; casi nadie por las rectas. También hay quienes optan por distintas zonas geográficas, climas, culturas. Que si el Norte, el Trópico o el Sur. Acaso esa sea la decisión importante: latitud. Para mi, la mejor zona del mundo está en los extremos del mundo, alejado de la panza de la tierra, de la geodésica que da una diferencia de 43 kilómetros al medir el radio de la tierra en el ecuador comparando con la medición de polo a polo. Londres es una ciudad que permite vivir el extremo de la vida, tanto en latitud como en círculos concéntricos.
Y estando al norte, opto por el sur. El río divide a la ciudad en norte y sur, con puentes espectaculares –y otros no tanto– que recuerdan al peatón el tránsito necesario entre un extremo y otro, la abismalidad de la nada cuando uno está en medio del puente, cruzando hacia allá, dejando acá. Al igual que en París, al norte se encuentran los comercios, los bancos, la corte de justicia; al sur: los museos, galerías, cines, teatros y mercados de libros.
Pero no basta con cruzar; también hay que saber por donde. Cada persona tiene su puente favorito. Una mañana, mientras iba en el autobús rumbo al río, escuché a una persona comentar que su puente favorito era Waterloo. Llegando al río, caminé hacia ese puente, lo observé detenidamente y pensé, ¿por qué será su puente predilecto, si yo no le encuentro nada de especial? Acaso cada quien asigne un valor distinto a sus gustos y preferencias, sin importar, necesariamente, el valor intrínseco del objeto. Pero, ¿qué mas da? Yo también tengo mis puentes predilectos. Creo que entre mis dos favoritos no puedo decir por cual me decido, aunque cada uno de ellos ofrece ventajas distintas.
Jubilee Bridge: es el puente peatonal más cercano a Picadilly. De hecho, son dos puentes gemelos que van a los lados del puente que lleva la vía de tren. Si uno decide ir por el de la derecha –mirando hacia el sur– camina directo hacia South Bank, mirando de frente el Ojo de Londres y, a la derecha, el edificio del Parlamento. Definitivamente, una vista clásica de la ciudad. Al cruzar el puente se siente el viento susurrar al oído, casi imperceptible por el ruido de los trenes que no dejan de pasar. Ya del otro lado, las posibilidades se incrementan cada vez: el ocio se expande a cada paso que uno da. Caminando, con el río a la izquierda, encuentro: el restaurante Wagamama, con un único menú de fusión asiática; la librería Foyles, el restaurante Giraffe con música y comida del mundo. Luego, el Queen Elizabeth Hall con la galería Hayward detrás y una pista acondicionada para patinetas debajo del edificio, donde siempre hay eskatos dándole duro al patín. Después, el teatro nacional y la cineteca nacional, con el mercado de libros usados frente a la entrada, donde uno puede encontrar libros de cualquier tipo desde una libra.
Millenium Bridge: el puente peatonal más moderno de la ciudad, construido para celebrar la llegada del 2000. Es un puente construido con tensores por lo que, cuando hay mucha gente cruzándolo, se siente ligeramente el movimiento del puente. Pero, además de lo impresionante que puede ser el puente y la vista que desde él se aprecia, están los lugares que van de un extremo a otro. En el extremo norte, el puente de San Pablo con su cúpula impresionante; al sur, lo más impresionante y acaso mi lugar favorito de toda la ciudad, el Tate Modern, museo de arte moderno que alberga a mi pintura favorita: Summertime de Jackson Pollock.
Así, cada persona escoge –o acepta– el lugar donde vive. Si de un lado o de otro, si al norte o al sur, si en círculos o líneas rectas, casi quebradizas. La vida fluye, justo como lo hacen los ríos, en una sola dirección. Contra ello nadie puede, lo prohíbe la segunda ley de la termodinámica, le entropía que no es desastre sino generadora de vida, de tiempo irreversible que nos permite avanzar en una dirección, pero cambiando lados: sea de uno u otro, seguimos siendo arrastrados por el río. Por eso están los puentes y nuestro deseo de ir al otro lado, para creer que podemos tomar decisiones en cuanto a nuestro andar, en el flujo incesante de permanecer volátiles, andando de un punto a otro sin en verdad estar.