Saturday, January 07, 2006


Fiestas hermanas


Nunca digas todo lo que piensas
Michael Corleone


Para el preludio al viaje, ¿qué mejor receta que el cine? Los libros y los viajes son los peores enemigos de la ignorancia, según Wilde. Yo agregaría el buen cine y creo que Oscar estaría de acuerdo conmigo. Así, antes de viajar, qué mejor que una buena película para hacer tiempo o para matarlo o para ganar unas horas o para acelerarlas. Yo decidí hacer tiempo con las tres películas de El Padrino. Mi avión Londres-Madrid-México-Guadalajara salía a las 7 de la mañana por lo que debía abandonar el departamento a las cuatro y media con tiempo suficiente para documentar mis maletas en Heathrow. Cualquiera que ha visto las películas de El Padrino sabe que, una vez que las ha visto, las quiere volver a ver. Justo como un buen libro que, una vez terminado, ansía volverse a abrir desde la primera página. Y además, como dice Paul Auster, no es tanto el tiempo de lectura lo que permite saber si el libro es bueno o no, sino las horas que uno pasa alejado del libro pero todavía pensando en él, como si uno se fuese convirtiendo lentamente, en un personaje más; los alrededores ya no parecen como eran antes sino que se han transformado según el libro –o la película– que hayamos visto.
Viajé durante veinticuatro horas pensando en la película. En cómo se van dando las sucesiones de un padrino a otro en un rito de religión y muerte: bautismo, matrimonio, orden papal. La familia es sagrada y el respeto al padrino, quien cuida de sus seres queridos y sus amigos, es muy importante. Hubo una parte que me llamó especialmente la atención, debido a su similitud con nuestra cultura. Cuando Michael Corleone –hijo de Vito, el primer padrino– se exilia en Sicilia después de matar a los que intentaran asesinar a su padre, conoce a Apolonia, mujer con la que se casa en la villa Corleone, se hace una gran fiesta en la que se baila, se bebe y se invita a todo el pueblo. La banda toca y los invitados se sientan en círculo alrededor de la pista de baile. La comida y la bebida no faltan.
Dos días después de llegar a Guadalajara decidí ir con mis padres a recibir el año nuevo a San Sebastián del Oeste, pueblo de 680 habitantes enclavado en la sierra de Jalisco, a una hora de Puerto Vallarta. El día que llegamos anduvimos caminando por el pueblo, la plaza principal y su templo. De repente escuchamos al mariachi tocar y vimos cómo se aproximaban hacia el templo, siguiendo a una comitiva de unos 10 jóvenes de traje, una quinceañera con vestido blanco al lado de su padrino y sus padres. Hicieron fila a las puertas del templo. El padre salió acompañado de su acólito y los roció de agua bendita para que pudieran entrar al recinto. Mientras transcurría la misa, subimos al campanario para apreciar una mejor vista del pueblo y sus alrededores montañescos. Eso fue como a las seis de la tarde. Nos retiramos a descansar un rato, sentados en el zaguán de la casa de mis tíos. Llegada la noche nos enteramos que habría fiesta en grande y que todo el pueblo estaba invitado. De inmediato asocié el evento con la escena de El Padrino. Parecía como si ahora estuviese dentro de la película, como si la vida hubiese copiado al cine en sus costumbres y ceremonias. ¿Cómo era posible que pueblos tan distantes tuviesen costumbres similares? Acaso sea un poco por las raíces que compartimos en cuanto al lenguaje, lenguas latinas, catolicismo exacerbado, sencillez de la gente de pueblo, generosidad de aquellos que se sienten agradecidos y aman el lugar donde nacieron. La vida, justo como en el cine.

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