Friday, January 06, 2006


Oasis

La luz se detiene, meditabunda, al cruzar las tejas de mi palapa. La arena arde, el mar se incendia, el cielo se inunda de tonos rojos, naranjas, violáceos. El calor no disminuye ni se retrae ante el oasis (ventana a la naturaleza, reflejo de uno mismo); la belleza no es pretexto ante el calor. El infinito se extiende hacia donde mires: dunas de arena largas, lisas, doradas; aguas cristalinas, verdes, azules, claras; almejas reina, callo de hacha, pececitos juguetones alrededor de mis tobillos, a unos cuantos pasos mar adentro, ahí nomás, entrando.
Es verano. Los días son largos, las noches cortas, calor por todos lados. La actividad primordial del día se resume a soportar el calor; la de la noche, a soportar los moscos que buscan el único rincón del cuerpo sin repelente para chupar tanta sangre como puedan. ¿Cuál es el precio a pagar por el paraíso? ¿En verdad vale la pena el largo camino, las diez horas desde Ensenada, atravesando el desierto de la Baja California para llegar a Mulege, paraíso perdido en el desierto? Creo que todos los viajes tienen una cierta finalidad, aunque aparentemente parezca que no se tratan de nada. Hay quienes nunca se animan a salir de casa. El refugio y el confort de la televisión ya son bastante para ellos. Parece que hoy en día ya no es necesario viajar. Basta con encender el televisor para vivir la vida de otro, descubrir lugares a los que uno jamás tendrá que ir. Como decía un tío cuando le preguntaban si quería ir a Europa o viajar a cualquier sitio: ya conozco todo el mundo, lo vi en la tele. Pero también habemos unos cuantos tercos que decidimos emprender el camino, apagar el botón del televisor y decimos: vamos a ver qué hay por allá.
Y aquí estoy, en una palapa frente al mar, con la hamaca colgada y la caza de campaña puesta. Detrás de mí no hay más que arena, dunas extensas que suben y bajan, onduladas unas, vertiginosas otras. Como la historia del arca de oro al final del arcoiris, así es Mulege: un lugar maravilloso al final de un largo sendero desértico. Los viajes siempre valdrán la pena porque cuando uno se mueve ya ha comenzado el viaje. El movimiento es la certeza de saberse vivo; una playa en medio del desierto, la certeza de saber que si hay vida mientras uno se mueva. No importa lo que hagas pero ¡muévete!, fue el consejo que me diera un amigo hace tiempo. ¡Muévete! Acaso encuentres por ahí, como no queriendo, un paraíso después de un largo sendero.

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