Friday, January 06, 2006


Materialización de los recuerdos –propios o no.
Los recuerdos son curiosos, traicioneros. Los hay felices, únicos, tristes, comunes, desastrosos, imperdonables, intensos, orgásmicos, inolvidables. La vida está constituida por momentos, por pedazos discontinuos de tiempo. No es la vida en sí la que vivimos, sino los trozos que vamos desarmando y armando hasta completar el puzzle de nuestra existencia. Llega un momento en que los recuerdos que uno atesora y cuenta como propios ya ni siquiera lo son; acaso los hemos robado de una historia contada o leído o visto en la tele o el cine. Nos vamos volviendo recuerdos, muchos de los cuales jamás nos sucedieron. Acaso haya uno u otro por ahí que de tanto soñarlo creamos haberlo vivido. Y los que olvidamos y si vivimos, ¿forman parte de nuestra vida o más bien se van aunando a una herencia colectiva de “malos recuerdos”?
Si somos nuestros recuerdos, ¿por qué hay quienes se han esforzado en desprenderse de ellos, a tal grado que ahora contamos con un nombre para este selecto círculo de individuos? El Alzheimer, más que una enfermedad es una invención moderna, una alcancía donde se han ido depositando, a lo largo de los años, recuerdos que nadie quiere, culpas ganadas o por accidente, sufrimientos de personas que se convirtieron en alguien que jamás imaginaron.
Después de guardar o perder un recuerdo, ya no eres el mismo. Te transformas en el presente de un cierto pasado, en la posibilidad del hubiera de un hecho concreto. Pero para ganar un recuerdo, primero necesitas vivirlo o apropiarte de él. Luego que lo has obtenido, también es necesario un catalizador que te lo devuelva, un estado de ánimo y un escenario ideal que te permitan traerlo de regreso. Acaso ese haya sido el éxito del Alzheimer: la falta de catalizadores de recuerdos en nuestra vida moderna. De tanto vivir y andar de un lado a otro, puedes olvidar detenerte a veces y decir: tengo recuerdos.
Uno de los sitios especiales y que mejor funcionan para recordar es el océano, la infinita bastedad del horizonte donde se confunde el azul de arriba y el de abajo en una sola línea distante que no termina ni en el mar ni en el cielo sino en una lejanía difusa, antes de que el mundo de vuelta y vuelta sobre sí mismo. Por esto, después de tres meses viviendo en Londres, en el laberinto que atrapa al que llega y lo hace correr a toda velocidad sin permitirle un momento de suspiro ni preguntarle si está conforme o no, decidí ir a la playa, a mirar el océano y caminar al lado del mar, tan cerca del infinito como fuese posible. El lugar ideal fue el puerto de Brighton, a tan sólo una hora en tren. Allí pude caminar de ida y vuelta, sobre las piedras y entre los juegos de diversión; mirar las galerías de arte inspirado por el mar y los recuerdos; sentarme frente al mar con Lynne a comer un trozo de pescado empanizado y papas fritas, envuelto en un pedazo de papel, y casi congelarnos las manos de frío por el fuerte viento que llega del Norte y espantar a las grullas que nos tenían rodeados creyendo que las alimentaríamos; salir a bailar a un bar de música Reggae, frente al mar y bajo un puente.
También guardo un recuerdo no vivido, que nunca pasó pero llevaré por un tiempo en la memoria hasta que, acaso con la vejez –si es que la tengo– llegue a contar como propio: el lunes por la noche se presentó en el Brighton Hall la banda de jazz de Woody Allen, con su única presentación en el Reino Unido. Ese día yo tenía que estar de regreso en Londres para trabajar día y noche, andar deprisa y olvidar que los recuerdos si no se atesoran, se pierden.

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