Frío extremo
Si algún día viajas por Canadá, nunca vayas a Winnipeg, es la ciudad más aburrida del mundo y no hay nada que hacer, me dijo Joel, el sous-chef del restaurante donde trabajaba en Vancouver, un año antes de mi viaje hacia allá. Creo que esa frase se me quedó grabada a modo de reto. Tenía que ir a descubrir si en realidad la ciudad era tan aburrida como decían, si en verdad no había nada que ver ni hacer. Compré mi boleto un mes antes, con fecha de vuelo para el diez de enero, lo cual me daría unos quince días para volver en camión, atravesando las Rocallosas. Supuestamente viajaría con Leo, mi amigo colombiano con el que compartía departamento pero, dos semanas antes del viaje comenzó con dolores de estómago, lo cual desembocó en una ida en ambulancia al hospital, donde recibió al 2000 tras una operación de urgencia del apéndice, mientras yo pasaba unos días con mi familia en Victoria.
Jamás había visto un invierno extremo. Aun cuando había pasado cuatro en Vancouver, por lo general no eran muy fríos ni con bastante nieve para pintar de blanco a la ciudad. Un poco de neblina y bastante lluvia era lo que obteníamos durante la temporada de frío.
Cuando el airbus comenzó el descenso no veía la pista de aterrizaje. El paisaje: un entramado de tonos blancos. Tocamos tierra y una ligera lágrima delatora se me escapó. Si había venido hasta acá no era tan sólo por la curiosidad de ver una ciudad en medio de la nada, donde hay nada. Como casi todas las decisiones que toman los hombres, la mía había sido originada también por una mujer, por un amor que estaba tan cerca pero tan lejos, uno que había tenido pero sentía que se escabullía como agua de lluvia por las alcantarillas. Ella había ido a Minnedossa, pequeño pueblo a una hora de Winnipeg, donde apenas había un semáforo y no había tienda sino hasta la siguiente población, a unos cuantos kilómetros, a visitar a su familia por la navidad. Pueblo de gente sencilla, muchos de los cuales jamás habían ido a la ciudad. Recuerdo que me dijo que tenían miedo a lo desconocido. Si un día vas a mi pueblo, puede que te golpeen sólo por tener un acento distinto, me dijo en cierta ocasión que estábamos en su departamento, tirados sobre la alfombra, mirando al techo, pensando en nuestros lugares de origen y charlando sobre lo que todo mundo debería ser o pensar y los derechos que todos deberíamos tener, como el de viajar, ser feliz, sonreír y amar.
Anduve por la ciudad desierta por el frío extremo, tanto interno como extremo. El termómetro indicaba -27°C. Creo que yo era el único loco que se animaba a andar por la calle, sin rumbo fijo, cargando mi mochila, la cámara fotográfica y un amor incierto que pesaba más que todo el equipaje. La ciudad, en verdad, es aburrida y abunda en la nada. Diseñada para el frío, el centro está interconectado por túneles y puentes cerrados con temperatura constante de 20°C. Caminé y caminé hasta no sentir las manos. Finalmente encontré un hotel donde hospedarme. Para apaciguar el frío y ante la incertidumbre del amor que parecía perder, opté por comprar un poco de seguridad. Tomé la sección amarilla y busqué compañía y entumecimiento para la conciencia. Llamé a una agencia que ofertaba jóvenes atractivas y sensuales. Me dijeron que el servicio tardaría una media hora. Me recosté a mirar el televisor y esperar. Pasó media hora y nada. Volví a tomar el directorio y llamé a otra agencia. A los cinco minutos llegó la primera dama de compañía, a la que despedí por haberse tardado tanto, con una disculpa y un alivio al verla tan vieja y fea. Llegó la siguiente a los pocos minutos. No estaba mucho mejor; de hecho, era un poco gorda y con el cabello rubio artificial, algo raro para Canadá. La invité a pasar y le dije que no quería tener sexo sino sólo compañía. Me dijo que por ella estaba bien, que de todos modos cobraba igual, por hora. Le pagué sus cien dólares canadienses y la invité a que se recostara conmigo sobre la cama. Mi soledad, en vez de apaciguarse, se acrecentó, y no podía esperar el momento en que tuviera que irse. Después de una hora, la despedí, levanté el teléfono, marqué y, al no escuchar la voz que esperaba oír, colgué.
El frío volvió a inundar la habitación. Ahora, cuando me preguntan, siempre aconsejo: nunca vayas a Winnipeg.
Si algún día viajas por Canadá, nunca vayas a Winnipeg, es la ciudad más aburrida del mundo y no hay nada que hacer, me dijo Joel, el sous-chef del restaurante donde trabajaba en Vancouver, un año antes de mi viaje hacia allá. Creo que esa frase se me quedó grabada a modo de reto. Tenía que ir a descubrir si en realidad la ciudad era tan aburrida como decían, si en verdad no había nada que ver ni hacer. Compré mi boleto un mes antes, con fecha de vuelo para el diez de enero, lo cual me daría unos quince días para volver en camión, atravesando las Rocallosas. Supuestamente viajaría con Leo, mi amigo colombiano con el que compartía departamento pero, dos semanas antes del viaje comenzó con dolores de estómago, lo cual desembocó en una ida en ambulancia al hospital, donde recibió al 2000 tras una operación de urgencia del apéndice, mientras yo pasaba unos días con mi familia en Victoria.
Jamás había visto un invierno extremo. Aun cuando había pasado cuatro en Vancouver, por lo general no eran muy fríos ni con bastante nieve para pintar de blanco a la ciudad. Un poco de neblina y bastante lluvia era lo que obteníamos durante la temporada de frío.
Cuando el airbus comenzó el descenso no veía la pista de aterrizaje. El paisaje: un entramado de tonos blancos. Tocamos tierra y una ligera lágrima delatora se me escapó. Si había venido hasta acá no era tan sólo por la curiosidad de ver una ciudad en medio de la nada, donde hay nada. Como casi todas las decisiones que toman los hombres, la mía había sido originada también por una mujer, por un amor que estaba tan cerca pero tan lejos, uno que había tenido pero sentía que se escabullía como agua de lluvia por las alcantarillas. Ella había ido a Minnedossa, pequeño pueblo a una hora de Winnipeg, donde apenas había un semáforo y no había tienda sino hasta la siguiente población, a unos cuantos kilómetros, a visitar a su familia por la navidad. Pueblo de gente sencilla, muchos de los cuales jamás habían ido a la ciudad. Recuerdo que me dijo que tenían miedo a lo desconocido. Si un día vas a mi pueblo, puede que te golpeen sólo por tener un acento distinto, me dijo en cierta ocasión que estábamos en su departamento, tirados sobre la alfombra, mirando al techo, pensando en nuestros lugares de origen y charlando sobre lo que todo mundo debería ser o pensar y los derechos que todos deberíamos tener, como el de viajar, ser feliz, sonreír y amar.
Anduve por la ciudad desierta por el frío extremo, tanto interno como extremo. El termómetro indicaba -27°C. Creo que yo era el único loco que se animaba a andar por la calle, sin rumbo fijo, cargando mi mochila, la cámara fotográfica y un amor incierto que pesaba más que todo el equipaje. La ciudad, en verdad, es aburrida y abunda en la nada. Diseñada para el frío, el centro está interconectado por túneles y puentes cerrados con temperatura constante de 20°C. Caminé y caminé hasta no sentir las manos. Finalmente encontré un hotel donde hospedarme. Para apaciguar el frío y ante la incertidumbre del amor que parecía perder, opté por comprar un poco de seguridad. Tomé la sección amarilla y busqué compañía y entumecimiento para la conciencia. Llamé a una agencia que ofertaba jóvenes atractivas y sensuales. Me dijeron que el servicio tardaría una media hora. Me recosté a mirar el televisor y esperar. Pasó media hora y nada. Volví a tomar el directorio y llamé a otra agencia. A los cinco minutos llegó la primera dama de compañía, a la que despedí por haberse tardado tanto, con una disculpa y un alivio al verla tan vieja y fea. Llegó la siguiente a los pocos minutos. No estaba mucho mejor; de hecho, era un poco gorda y con el cabello rubio artificial, algo raro para Canadá. La invité a pasar y le dije que no quería tener sexo sino sólo compañía. Me dijo que por ella estaba bien, que de todos modos cobraba igual, por hora. Le pagué sus cien dólares canadienses y la invité a que se recostara conmigo sobre la cama. Mi soledad, en vez de apaciguarse, se acrecentó, y no podía esperar el momento en que tuviera que irse. Después de una hora, la despedí, levanté el teléfono, marqué y, al no escuchar la voz que esperaba oír, colgué.
El frío volvió a inundar la habitación. Ahora, cuando me preguntan, siempre aconsejo: nunca vayas a Winnipeg.
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