Escalera al cielo
Ante un pequeño escalón me detengo, meditabundo, dubitativo. Luego pasa que me animo, no se cómo ni por qué, pero lo hago. Levanto un pie, el otro. Volteo hacia atrás. El escalón no era tan alto como pensaba, la vida se ve casi igual desde acá arriba; no era necesario dar el paso, ¿o sí?
Los pequeños logros son despreciables, carentes de sentido si no se les mira como escalones hacia otro lado, siempre otro sitio o, si se quiere ver de otra manera, una espiral que continúa regresando al mismo punto de partida. Entonces, avanzar o volver, movimiento o quietud, requieren de un mecanismo que los anime, una fuerza impulsora, vital y decisiva.
La diferencia entre seguir y quedarse está en la actitud. Si escribo es para desaparecer, para ganar el anonimato de cualquier ser humano, como el jardinero o la mesera quienes van por la vida a paso lento, sin mirar atrás, sin preocuparse por las escaleras; no cuentan los peldaños, sólo los suben, sin más. La escritura permite entablar un diálogo con una persona en específico, lector(a) deseoso(a) de ver los peldaños que conducen al ático de otro, el personaje ficticio que toma forma en el vecino, la maestra de escuela, el jefe del trabajo. El lector(a) mira la escalera, observa hasta el más mínimo detalle: la luz que incide en diagonal sobre la alfombra vieja; la mancha de sangre de cuando el pequeño Juan se raspó las rodillas; el jirón dejado tras una noche de copas, cuando la mujer bajaba al encuentro de su amante, con la lumbre a punto de cognac y fresas cubiertas de chocolate.
La escalera ha reflejado desde hace siglos, la ambición y decadencia de la humanidad: Babel cayó, sigue cayendo. El proceso kafkiano continúa, seguro de su inutilidad, en los largos trámites para sacar la licencia de conducir, en el trámite de la visa para ir a otro país, donde la vida realmente se dará, no como aquí sino mucho mejor, seguro mucho mejor. La vida es un constante movimiento, una búsqueda de un lugar para vivir, no aquí, sino en otro lado, siempre en otro lado.
Edward James, príncipe y poeta inglés, amigo de los surrealistas, construyó una escalera al cielo, no como la de aquel famoso grupo de rock de los setentas, sino una más atrevida, cuya espiral denotara la vorágine del hombre por alcanzar la grandeza, por sentirse dueño de su propia existencia, de su destino dirigido a un fin supremo.
Una cascada, un río, montañas y selva, mucha selva. Figuras surrealistas, manos esculpidas por Dalí (según cuenta el guía de turistas. Semana santa, 2001), quien fuera amigo de James, una tina de concreto a la medida de su cuerpo, un trono ambulante sostenido por dos varas transversales sobre el cual paseaba por los alrededores de su castillo, cargado por cuatro indígenas de la Huasteca Potosina.
Las Pozas, Xilitla, es el recinto donde Edward James decidió transformar la poesía, dejar la palabra y transportarla fuera del papel, convirtiéndola en obras de concreto entre una selva exuberante. Al entrar a lo que fuera su castillo, su recinto surrealista dentro del país surrealista por excelencia, donde la realidad ya no necesita ser trastocada ni cambiada, porque parece demasiado inverosímil como está ya, uno se enfrenta con las escaleras al cielo, espirales que se elevan hacia ninguna parte, hacia el universo allá afuera (o arriba, como se quiera ver), en la búsqueda de un algo que definitivamente no puede ser encontrado en la palabra, ni en la vida como metáfora de la poesía.
La espiral va, viene, regresa siempre. Yo avanzo un paso, luego otro. Vértigo. Otro paso. Me detengo. Más vértigo. ¿Qué tan alto puedes llegar antes de caer? ¿Qué tan lejos necesitas ir antes de olvidar el camino de regreso a casa?
Saturday, January 07, 2006
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1 comment:
Sencillamente sin palabras .
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