Cadacques
(puerto donde Dalí pintó, vivió y amó a Gala)
Hay viajes en la vida que duran por siempre; otros, no tan largos, suelen pensarse mucho antes de hacerse, aun antes de saber de la existencia del lugar a visitar. El motivo de cada viaje, de la visita a cada lugar, siempre es distinto, aunque, en general, se reduce a una sola cuestión, independientemente del lugar visitado: el conocimiento de uno mismo. Esto es sabido por los verdaderos viajeros, desde los que recorren el mundo entero, dándole varias vueltas, hasta los que nunca abandonan su casa, su cuarto, su sillón, como lo hiciera Lezama Lima.
Viajé por primera vez a Cadacques
[i], por lo menos en la imaginación, hace unos 15 años, al comprar un libro de la serie Taschen sobre la obra pictórica de Salvador Dalí, quien seguía con vida en aquel entonces, y pasara sus veranos en esta villa de pescadores, rodeada por montes de olivos, en la Costa Brava del Mediterráneo, casi en la frontera entre Francia y España. Dalí fue mi primera aproximación a la pintura y al arte en general. Imposible describir todos los sentimientos originados por sus pinturas: las jirafas en fuego, los relojes derretidos, los panes sodomitas, el tigre que nace de un pez que nace de una granada, sus grandes bigotes y, su musa: Gala, con quien compartiera gran parte de su vida.
El amor de Dalí y Gala (ex-esposa de Paul Eluard) es único –o demasiado común– en la historia del arte. En el libro de Taschen, leí esta historia, contada por Conroy Maddox (la traducción es mía):
Una noche en que ella lo visitaba, Dalí tomó su mejor camisa y la cortó lo suficiente como para dejar la panza a la vista. Después, se la atoró sobre los hombros y el pecho. El cuello había sido removido totalmente. Se volteó los calzones hacia fuera, se rasuró los sobacos y, después, los tiñó con detergente azul. No completamente satisfecho, se intentó lavar lo azul y se rasuró hasta que le sangraron los sobacos y, luego, hizo lo mismo con sus rodillas. En cuanto a perfume, sólo pudo encontrar Eau de Cologne, la cual lo enfermaba; así que hirvió grasa de pescado en agua, agregando un poco de mierda de cabra y algo de grasa de res, para hacer un ungüento que se untó por todo el cuerpo: estaba listo para verla. Al asomarse por la ventana y verla llegar, se dio cuenta de que todo lo que había hecho no era más que su atuendo nupcial.
Dalí y Gala pasaron varios veranos en Portlligat, puerto al final de la bahía, al norte de Cadacques, donde tenían una casa, formada por un conjunto de barracas de pescadores, estructuradas de forma laberíntica y docoradas por ellos mismos a lo largo de más de cuarenta años, desde 1930 hasta los años setenta. De aquí el motivo de mi viaje a esta ciudad: tenía que conocer la casa, las calles, las barcas, el mar y las montañas, mas bien montes, donde Dalí había pintado esas obras que me impresionaran tanto en la adolescencia.
Llegué a Cadacques por segunda vez, o primera en realidad, después de haber visitado el museo Salvador Dalí en Figueres, pequeño pueblito al lado de las vías de tren que van hacia la frontera francesa. En Europa, los trenes son muy confiables, en cuanto a horarios, comodidad y seguridad pero, en España, acaso por ser país latino, no sucede lo mismo. Pareciera como si los trenes tomaran su tiempo, sin ir de prisa, sin preocuparse mucho por la hora sino, simplemente, por llegar en un momento dado. Así, pasé más tiempo esperando el tren de Barcelona a Figueres, que el del recorrido en si. Al llegar a Figures, justo al bajar del tren, a unos cuantos metros, me topé con la oficina de información. Delante de mí, una pareja de andaluces preguntaba por el museo Dalí. Puede que éste sea el único atractivo del pueblo, pensé. Hice lo mismo que la pareja en cuestión; seguí las mismas indicaciones que les habían dado: vaya derecho, al llegar a la plaza a la derecha, y al fondo, encontrará el museo.
Una larga fila me esperaba. Esperar: ¿ocupación española (latina) por excelencia? Después de una hora bajo el sol, esperando entrar al museo, no a Godot, logré entrar. Fui reconociendo algunas obras que había visto en mi libro de la adolescencia; descubrí otras, nuevas para mí: dibujos a lápiz, instalaciones, escultura, cuadros gigantescos, de unos ocho metros de alto, joyería… Salí del museo, queriendo saber más sobre Dalí, sobre su vida, los lugares donde había pintado semejantes obras que ahora admiraba mucho más, porque nunca es lo mismo una litografía impresa en un libro, que el cuadro original; simplemente no da el mismo sentimiento. Tiempo después reafirmaría esta creencia al observar los originales de Van Gogh.
Regresé a la oficina de información. Pregunté cómo podía llegar a Cadacques. Mi dijeron que el autobús salía en unos minutos y el recorrido duraba aproximadamente una hora y media. Me dirigí al andén, compré mi boleto; esperé. Una vez más, el autobús se demoró. A mí me parecía que esperar era lo normal en aquel país, por lo que, tranquilamente, me senté sobre mi mochila hasta que llegara, y saliera, el autobús
[ii]. Después de la espera, más espera, pero de otro tipo: la del movimiento que nos mueve, la de la paradoja de moverse, de llegar a algún sitio, llámese como se llame, o, en mi caso, el trayecto hacia el puerto. Una vez allí, no pude hacer mas que sentarme sobre la playa, tranquilamente, a ver correr las olas y tomar un trago de vino tinto que había comprado para el camino, para el sitio a donde llegara y me detuviera, con el intento, imparable, de ir a otro lado; siempre, otro lado.
Hojeando entre mi cuadernillo de viajes (un cuaderno de hojas hechas a mano, con pasta azul y cosido con cáñamo, que compré en Puebla, cerca del teatro de la ciudad) encontré un escrito sobre Cadacques, redactado en la playa de esta villa y el cual, más que valor literario, tiene el poder de la memoria original, no la recordada sino la que se vive en el momento:
La noche es una sombra que se vuelve espuma.
Todo blanco. Los ojos miran hacia el mar,
lo acarician; cierran las persianas al caer la tarde.
Una casa gemela a una cuadra de la plaza,
compartida hace tiempo, época del surrealismo,
por Duchamp y Picasso.
Atrás, a sólo dos cuadras,
la calle Josep Pla, escritor catalán,
artista desconocido en español.
Las olas rompen el silencio,
no por su estruendo sino por las
piedras juguetonas, unas con otras,
al vaivén de la luna que es todo el
puerto blanco, iluminado por el arte
que fue y acaso nunca más.
El viaje es esperar, más que moverse.
En los trayectos se suspende el tiempo;
en la espera, se acelera.
La noche se convierte en preludio del día
siguiente. El día no es más
que la búsqueda de la noche.
Así, noche y día,
viaje y espera,
se vuelven playas para un buque de pesca.
[i] Respeto el nombre en catalán, por la pretendida autonomía de Catalunya. En español debería escribir Cadaqués. Lo mismo haré con Figueres, en lugar de Figueras.
[ii] Utilizo la palabra autobús y no camión, como estaría acostumbrado a nombrarlo, debido a diferencias entre países: en España, un camión se usa sólo para carga, como los de volteo. Los de pasajeros son buses.