Thursday, January 12, 2006


Lo que vemos

¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación, en el tren de mi cuerpo, o de mi destino, inclinado sobre las calles y las plazas, sobre los gestos y los rostros, siempre iguales y siempre diferentes, como son, al final, los paisajes.
Cuando imagino, viajo. ¿Qué otra cosa hago yo cuando viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación justifica que uno tenga que trasladarse para poder sentir.
La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.
Fernado Pessoa. Libro del desasosiego

El viaje verdadero, el auténtico, está en la imaginación. Puedes correr y correr, deambular de un sitio a otro pero, a final de cuentas, jamás escaparás de ti mismo. El otro lugar siempre está asociado con el aquí. En la búsqueda de esa orilla, de ese rincón alejado, recóndito y maravilloso que llamamos el allá, perdemos el estado de conciencia del aquí, el presente mágico que brinda la libertad de decir: existo. Y si existo entonces puedo viajar, moverme de un punto a otro sin ni siquiera desplazarme. Kertesz habla de cómo el escape último, el más maravilloso, está en la literatura, impresión escrita de la imaginación. Pero no sólo en la sublimación artística de los sentidos se da la transformación de la conciencia. También en el arte de la vida diaria, según Nietzsche, en la acción voluntaria y precisa de todas las acciones que uno ha de desarrollar durante el día.
Si viajo es porque no he logrado encontrarme, porque la búsqueda se ha vuelto un tanto ciega, al punto de dejar de contemplar los pequeños detalles de la cama donde duermo, la mesa donde desayuno y las banquetas por las que camino. Ando de un punto a otro buscando la sorpresa, la maravilla y el asombro sin percatarme que el asombro está en el interior, en el rincón oculto del flujo incesante de la humanidad dentro de la humanidad misma. Ir sin ir es la mejor forma de ir: flujo budista de la contemplación.
Así, me voy pero me quedo, vuelvo porque quiero irme, me quedo para saber irme. Y me atrevo a decirlo, de nuevo: la mejor forma de irse es saber quedarse.

Sunday, January 08, 2006


Las vías


Rápido ruedan las ruedas del ferrocarril
Trabalenguas popular


Hay sonidos que lo acompañan a uno siempre, huellas auditivas que se disuelven en el viento, se evaporan a la mirada y se anuncian de repente, inesperados, en medio de la noche: el tren que se aproxima, la fricción sobre los rieles, el pitido de aviso al llegar a un crucero. Durante mi infancia fui acumulando memorias y sueños de viaje cada vez que escuchaba pasar al tren de las doce de la noche a unas cuadras de mi casa, por Avenida Inglaterra. Ya adormilado, recostado sobre mi cama, esperaba con ansiedad el sonido emitido por el maquinista, el anuncio de tierras lejanas e ilusiones de lugares desconocidos.
Dicen que los niños siempre dicen la verdad. Cuando me preguntaban qué quería ser de grande, siempre respondía: vagabundo, pero no en el sentido de pobreza sino en el de desapego del mundo y la incansable curiosidad de visitar lugares nuevos; vivir tantas vidas en tantos sitios distintos como me fuese posible. Y no fue sino hasta que cumplí 18, con el servicio militar ya en trámite, que subí por primera vez a un tren, el único de pasajeros que quedaba en México. La vía: Creel-Mochis, pasando por la Barranca del Cobre, cañón espectacular por su profundidad y grandeza. Ahora escribo desde una casa de campo frente a las mismas vías de tren de mi infancia, el que va desde la Ciudad de México y recorre el Pacífico hasta llegar a la frontera. Son las cero horas y veinte minutos. Esperen. Ahora lo escucho. Ya viene. La fricción de las ruedas, el chillido de los frenos, el aviso del conductor…
Mi siguiente aventura con los trenes –aunque de nuevo sin subir a uno de ellos– fue al realizar mi tesis de licenciatura en matemáticas. El tema: diseño e implementación de un sistema de levitación magnética. Y, ¿qué tiene que ver con los trenes? Con los antiguos, como el Creel-Mochis, que va a una velocidad promedio de 35 km/h, nada; pero si pensamos en los trenes de alta velocidad, como el TGV (tren de alta velocidad, por sus siglas en francés), todo. Estos trenes logran alcanzar velocidades de hasta 300 km/h gracias a la disminución de la fricción que ejercen las ruedas con los rieles. Y esto se logra gracias a procesos de atracción y repulsión magnética –principio mediante el cual yo construí y demostré que podía mantener levitada electromagnéticamente una esfera.
La siguiente vez que subí a un tren –y no fue uno sino varios, incluyendo uno de alta velocidad– fue un par de años después, en una de mis visitas por Europa, donde los trenes si son un sistema de comunicación confiable. Viajar en tren ofrece la ventaja de trasladarse de un punto a otro, con la seguridad de no desviarse en el camino. Justo como los sistemas de metro de las grandes ciudades ofrecen una ventaja distinta a la de los autobuses. Cuando uno toma el metro en una estación, sabe que llegará a la de destino, independientemente de la ruta. Entonces, uno puede relajarse y no preocuparse por el camino, dejándolo todo en manos de la máquina.
Viajar en un tren de alta velocidad permite ver al mundo exterior como una película que pasa demasiado aprisa; no se contempla el paisaje, sino la luz que se transforma en líneas de colores horizontales. La realidad cambia según la perspectiva del observador, ¿no?
Además de los trenes, también tengo una cierta fascinación por las vías. En la adolescencia solía caminar sobre ellas, imaginando historia de amores y aventuras. Cerca de la casa de mis padres, todos los jueves, se pone un tianguis justo al lado de las vías del tren, sobre Avenida Inglaterra. De vez en cuando, la tentación de ir a comprar una torta de jamón, panela y mucha crema en birote salado se hace irresistible. Casi cuando llevo tres cuartas partes de la torta, me comienzan a doler las mandíbulas por el esfuerzo de masticar. Entonces dejo unas cuantas semanas hasta que de nuevo vuelvo, por el placer de ver las vías, y el tren que pasa al lado del tianguis, mientras compro mi torta de jamón y pienso en los pocos viajes que he realizado y los muchos que aún quiero hacer.

Saturday, January 07, 2006


Alquimia

A veces es necesario viajar grandes distancias, recorrer mundos nuevos, para darse cuenta que el tesoro estaba enterrado en el jardín trasero. Hay quienes jamás tienen el tiempo o el dinero suficiente para visitar el sitio que siempre han soñado. Otros van y descubren que no está en el irse, sino en el saber quedarse, la mejor forma del viaje. Porque cada rincón guarda un secreto a punto de develarse, un tesoro a la vista que no necesita mas que ser mirado de lleno. Con la revivificación de esta historia, Cohelo se hizo famoso y millonario. Alquimia: transformación de metales en oro. Si tomamos como objeto a la vida en vez del oro, entonces la alquimia será la transformación de un hecho común en una gran aventura, en un recuerdo memorable, en un viaje que vale la pena ser contado en mil y una noches.
Yo he descubierto lugares maravillosos cerca de mi ciudad gracias a un viajero y explorador infatigable. Ed, mi amigo inglés que ha adoptado la cultura mexicana como la suya, me ha mostrado sitios espectaculares, como las cascadas de Huaxtla. Este sitio tiene su encanto secreto, puertas esperando ser abiertas por una mano inocente, curiosa, sincera. El bosque de pinos al norte de la ciudad me hace recordar que no todo es selva de concreto. Donde ahora está la civilización, antes hubo praderas y llanos. Y los llanos aun vivos, nos recuerdan que somos parte del mismo planeta, que convivimos y coexistimos con los demás seres y plantas.
Para llegar a la cascada principal tuvimos que estacionar el coche en un vericueto del camino y andar un par de kilómetros, primero ladera abajo y luego siguiendo el río, andando sobre piedras, evitando el agua. La recompensa valió la pena. Ante nosotros se extendía un gran valle. Ni un solo ruido mas que el del viento jugando con las hojas de los árboles. ¿Cuántos tesoros no se esconden en el patio trasero? ¿Cuándo aprenderemos a voltear a verlos? Regresamos ya casi envueltos por la oscuridad. Casi al llegar al coche, el manto nocturno ya había envuelto al día. Caminamos guiados únicamente por nuestra intuición de dónde encontraríamos el coche. Creo que por aquí es, dijo Ara, dando un paso delante de nosotros y andando con certidumbre. Un par de minutos después, emprendíamos el regreso a la ciudad, a la realidad que nos absorbía la mayor parte del tiempo, pero ahora concientes de esos rincones mágicos que por ahí se esconden, sitios donde uno puede ir a sentarse y mirar, simplemente mirar, recargando la energía y las ganas de seguir adelante.

Fiestas hermanas


Nunca digas todo lo que piensas
Michael Corleone


Para el preludio al viaje, ¿qué mejor receta que el cine? Los libros y los viajes son los peores enemigos de la ignorancia, según Wilde. Yo agregaría el buen cine y creo que Oscar estaría de acuerdo conmigo. Así, antes de viajar, qué mejor que una buena película para hacer tiempo o para matarlo o para ganar unas horas o para acelerarlas. Yo decidí hacer tiempo con las tres películas de El Padrino. Mi avión Londres-Madrid-México-Guadalajara salía a las 7 de la mañana por lo que debía abandonar el departamento a las cuatro y media con tiempo suficiente para documentar mis maletas en Heathrow. Cualquiera que ha visto las películas de El Padrino sabe que, una vez que las ha visto, las quiere volver a ver. Justo como un buen libro que, una vez terminado, ansía volverse a abrir desde la primera página. Y además, como dice Paul Auster, no es tanto el tiempo de lectura lo que permite saber si el libro es bueno o no, sino las horas que uno pasa alejado del libro pero todavía pensando en él, como si uno se fuese convirtiendo lentamente, en un personaje más; los alrededores ya no parecen como eran antes sino que se han transformado según el libro –o la película– que hayamos visto.
Viajé durante veinticuatro horas pensando en la película. En cómo se van dando las sucesiones de un padrino a otro en un rito de religión y muerte: bautismo, matrimonio, orden papal. La familia es sagrada y el respeto al padrino, quien cuida de sus seres queridos y sus amigos, es muy importante. Hubo una parte que me llamó especialmente la atención, debido a su similitud con nuestra cultura. Cuando Michael Corleone –hijo de Vito, el primer padrino– se exilia en Sicilia después de matar a los que intentaran asesinar a su padre, conoce a Apolonia, mujer con la que se casa en la villa Corleone, se hace una gran fiesta en la que se baila, se bebe y se invita a todo el pueblo. La banda toca y los invitados se sientan en círculo alrededor de la pista de baile. La comida y la bebida no faltan.
Dos días después de llegar a Guadalajara decidí ir con mis padres a recibir el año nuevo a San Sebastián del Oeste, pueblo de 680 habitantes enclavado en la sierra de Jalisco, a una hora de Puerto Vallarta. El día que llegamos anduvimos caminando por el pueblo, la plaza principal y su templo. De repente escuchamos al mariachi tocar y vimos cómo se aproximaban hacia el templo, siguiendo a una comitiva de unos 10 jóvenes de traje, una quinceañera con vestido blanco al lado de su padrino y sus padres. Hicieron fila a las puertas del templo. El padre salió acompañado de su acólito y los roció de agua bendita para que pudieran entrar al recinto. Mientras transcurría la misa, subimos al campanario para apreciar una mejor vista del pueblo y sus alrededores montañescos. Eso fue como a las seis de la tarde. Nos retiramos a descansar un rato, sentados en el zaguán de la casa de mis tíos. Llegada la noche nos enteramos que habría fiesta en grande y que todo el pueblo estaba invitado. De inmediato asocié el evento con la escena de El Padrino. Parecía como si ahora estuviese dentro de la película, como si la vida hubiese copiado al cine en sus costumbres y ceremonias. ¿Cómo era posible que pueblos tan distantes tuviesen costumbres similares? Acaso sea un poco por las raíces que compartimos en cuanto al lenguaje, lenguas latinas, catolicismo exacerbado, sencillez de la gente de pueblo, generosidad de aquellos que se sienten agradecidos y aman el lugar donde nacieron. La vida, justo como en el cine.


Escalera al cielo

Ante un pequeño escalón me detengo, meditabundo, dubitativo. Luego pasa que me animo, no se cómo ni por qué, pero lo hago. Levanto un pie, el otro. Volteo hacia atrás. El escalón no era tan alto como pensaba, la vida se ve casi igual desde acá arriba; no era necesario dar el paso, ¿o sí?
Los pequeños logros son despreciables, carentes de sentido si no se les mira como escalones hacia otro lado, siempre otro sitio o, si se quiere ver de otra manera, una espiral que continúa regresando al mismo punto de partida. Entonces, avanzar o volver, movimiento o quietud, requieren de un mecanismo que los anime, una fuerza impulsora, vital y decisiva.
La diferencia entre seguir y quedarse está en la actitud. Si escribo es para desaparecer, para ganar el anonimato de cualquier ser humano, como el jardinero o la mesera quienes van por la vida a paso lento, sin mirar atrás, sin preocuparse por las escaleras; no cuentan los peldaños, sólo los suben, sin más. La escritura permite entablar un diálogo con una persona en específico, lector(a) deseoso(a) de ver los peldaños que conducen al ático de otro, el personaje ficticio que toma forma en el vecino, la maestra de escuela, el jefe del trabajo. El lector(a) mira la escalera, observa hasta el más mínimo detalle: la luz que incide en diagonal sobre la alfombra vieja; la mancha de sangre de cuando el pequeño Juan se raspó las rodillas; el jirón dejado tras una noche de copas, cuando la mujer bajaba al encuentro de su amante, con la lumbre a punto de cognac y fresas cubiertas de chocolate.

La escalera ha reflejado desde hace siglos, la ambición y decadencia de la humanidad: Babel cayó, sigue cayendo. El proceso kafkiano continúa, seguro de su inutilidad, en los largos trámites para sacar la licencia de conducir, en el trámite de la visa para ir a otro país, donde la vida realmente se dará, no como aquí sino mucho mejor, seguro mucho mejor. La vida es un constante movimiento, una búsqueda de un lugar para vivir, no aquí, sino en otro lado, siempre en otro lado.
Edward James, príncipe y poeta inglés, amigo de los surrealistas, construyó una escalera al cielo, no como la de aquel famoso grupo de rock de los setentas, sino una más atrevida, cuya espiral denotara la vorágine del hombre por alcanzar la grandeza, por sentirse dueño de su propia existencia, de su destino dirigido a un fin supremo.
Una cascada, un río, montañas y selva, mucha selva. Figuras surrealistas, manos esculpidas por Dalí (según cuenta el guía de turistas. Semana santa, 2001), quien fuera amigo de James, una tina de concreto a la medida de su cuerpo, un trono ambulante sostenido por dos varas transversales sobre el cual paseaba por los alrededores de su castillo, cargado por cuatro indígenas de la Huasteca Potosina.
Las Pozas, Xilitla, es el recinto donde Edward James decidió transformar la poesía, dejar la palabra y transportarla fuera del papel, convirtiéndola en obras de concreto entre una selva exuberante. Al entrar a lo que fuera su castillo, su recinto surrealista dentro del país surrealista por excelencia, donde la realidad ya no necesita ser trastocada ni cambiada, porque parece demasiado inverosímil como está ya, uno se enfrenta con las escaleras al cielo, espirales que se elevan hacia ninguna parte, hacia el universo allá afuera (o arriba, como se quiera ver), en la búsqueda de un algo que definitivamente no puede ser encontrado en la palabra, ni en la vida como metáfora de la poesía.

La espiral va, viene, regresa siempre. Yo avanzo un paso, luego otro. Vértigo. Otro paso. Me detengo. Más vértigo. ¿Qué tan alto puedes llegar antes de caer? ¿Qué tan lejos necesitas ir antes de olvidar el camino de regreso a casa?

Friday, January 06, 2006


Hacia el fondo –nada.

Una laguna en un cráter de un volcán. Dicen que han venido exploradores a buscarle fondo y jamás lo han encontrado. ¿Qué tan hondo puede ser un agujero para no tener final? Y si no tiene fondo, ¿hasta dónde llega?, ¿al centro de la tierra, como lo cuenta Julio Verne?
La habitualidad del viajero está en la horizontalidad. Nos desplazamos de un punto a otro, andando al ras de la superficie terrestre. Las dimensiones espaciales se conservan, independientemente del sitio donde nos encontremos. Pocos son los que desafían a la horizontalidad e invocan, vigorosos, a lo vertical. El hombre, desde el inicio de su historia de hombre, y acaso mucho antes, ha mirado hacia arriba con un aire de nostalgia, sabiendo que jamás llegará hasta allá con vida, a menos que trascienda y pueda ir a vivir, una vez muerto, en el paraíso. Entonces, el cielo, desde tiempos remotos, se ha asociado al paraíso, a ese rincón inalcanzable salvo nuestras buenas acciones. Y, ¿qué hay de la visión hacia abajo? Son pocos los que se han atrevido a dejar caer la mirada con un sentido de búsqueda. Por lo general, se asocia a los de mirada caída con perdedores, deprimidos, seres nostálgicos que habitan o buscan la vida de ultratumba, más allá del recinto de los muertos. Arriba: la vida; abajo: la muerte. Luz y oscuridad contrapuestas, formando una dualidad bastante conveniente para el hombre.
En el transcurso de los años, el hombre, presa de su curiosidad, decidió aventurarse a las alturas, vencer la verticalidad que lo separaba de la superficie terrestre. El primer logro: el ascenso al Monte Everest. Primero llegó uno, como un hecho extraordinario. Después, lo maravilloso se volvió en cotidiano para ciertos hombres, también curiosos y deseosos de obtener la gloria de estar en la cima del mundo, ver a la tierra desde la mayor altura permitida sin despegar los pies del piso. Pero la curiosidad siguió rondando a las mentes humanas. Llegó la segunda década del siglo XX. El hombre desvirtuó a la luna de su sentido poético al poner un pie sobre ella. Un pequeño paso para un hombre, uno grande para la humanidad, el fin de la ilusión de la luna de queso. Después seguiría Marte y a partir de ahí, ya no habría fin, hasta llegar de nuevo a otro planeta, donde el hombre se encontraría con otro hombre ansioso de ir más lejos.
Y, ¿hacia abajo? Julio Verne lleva a sus personajes hacia el centro de la tierra en una de las narraciones más hermosas que jamás haya leído. Después de atravesar túneles y peligros, llegan a un lugar paradisíaco con un clima bastante acogedor. Jacques-Ives Cousteau también se aventuró a las profundidades, pero no de la tierra sino del mar. Exploró los abismos del mar, revelándonos un mundo que jamás imaginamos. Hay quienes cuentan que él mismo vino a la laguna de Santa María del Oro a echar una mirada en su fondo, el cual jamás pudo encontrar. Donde la ciencia falla, entra la imaginación. ¿Qué hubiera encontrado Cousteau si hubiese logrado llegar al fondo del mar, a los abismos más remotos de ese universo sumergido?

Oasis

La luz se detiene, meditabunda, al cruzar las tejas de mi palapa. La arena arde, el mar se incendia, el cielo se inunda de tonos rojos, naranjas, violáceos. El calor no disminuye ni se retrae ante el oasis (ventana a la naturaleza, reflejo de uno mismo); la belleza no es pretexto ante el calor. El infinito se extiende hacia donde mires: dunas de arena largas, lisas, doradas; aguas cristalinas, verdes, azules, claras; almejas reina, callo de hacha, pececitos juguetones alrededor de mis tobillos, a unos cuantos pasos mar adentro, ahí nomás, entrando.
Es verano. Los días son largos, las noches cortas, calor por todos lados. La actividad primordial del día se resume a soportar el calor; la de la noche, a soportar los moscos que buscan el único rincón del cuerpo sin repelente para chupar tanta sangre como puedan. ¿Cuál es el precio a pagar por el paraíso? ¿En verdad vale la pena el largo camino, las diez horas desde Ensenada, atravesando el desierto de la Baja California para llegar a Mulege, paraíso perdido en el desierto? Creo que todos los viajes tienen una cierta finalidad, aunque aparentemente parezca que no se tratan de nada. Hay quienes nunca se animan a salir de casa. El refugio y el confort de la televisión ya son bastante para ellos. Parece que hoy en día ya no es necesario viajar. Basta con encender el televisor para vivir la vida de otro, descubrir lugares a los que uno jamás tendrá que ir. Como decía un tío cuando le preguntaban si quería ir a Europa o viajar a cualquier sitio: ya conozco todo el mundo, lo vi en la tele. Pero también habemos unos cuantos tercos que decidimos emprender el camino, apagar el botón del televisor y decimos: vamos a ver qué hay por allá.
Y aquí estoy, en una palapa frente al mar, con la hamaca colgada y la caza de campaña puesta. Detrás de mí no hay más que arena, dunas extensas que suben y bajan, onduladas unas, vertiginosas otras. Como la historia del arca de oro al final del arcoiris, así es Mulege: un lugar maravilloso al final de un largo sendero desértico. Los viajes siempre valdrán la pena porque cuando uno se mueve ya ha comenzado el viaje. El movimiento es la certeza de saberse vivo; una playa en medio del desierto, la certeza de saber que si hay vida mientras uno se mueva. No importa lo que hagas pero ¡muévete!, fue el consejo que me diera un amigo hace tiempo. ¡Muévete! Acaso encuentres por ahí, como no queriendo, un paraíso después de un largo sendero.


Frío extremo

Si algún día viajas por Canadá, nunca vayas a Winnipeg, es la ciudad más aburrida del mundo y no hay nada que hacer, me dijo Joel, el sous-chef del restaurante donde trabajaba en Vancouver, un año antes de mi viaje hacia allá. Creo que esa frase se me quedó grabada a modo de reto. Tenía que ir a descubrir si en realidad la ciudad era tan aburrida como decían, si en verdad no había nada que ver ni hacer. Compré mi boleto un mes antes, con fecha de vuelo para el diez de enero, lo cual me daría unos quince días para volver en camión, atravesando las Rocallosas. Supuestamente viajaría con Leo, mi amigo colombiano con el que compartía departamento pero, dos semanas antes del viaje comenzó con dolores de estómago, lo cual desembocó en una ida en ambulancia al hospital, donde recibió al 2000 tras una operación de urgencia del apéndice, mientras yo pasaba unos días con mi familia en Victoria.
Jamás había visto un invierno extremo. Aun cuando había pasado cuatro en Vancouver, por lo general no eran muy fríos ni con bastante nieve para pintar de blanco a la ciudad. Un poco de neblina y bastante lluvia era lo que obteníamos durante la temporada de frío.
Cuando el airbus comenzó el descenso no veía la pista de aterrizaje. El paisaje: un entramado de tonos blancos. Tocamos tierra y una ligera lágrima delatora se me escapó. Si había venido hasta acá no era tan sólo por la curiosidad de ver una ciudad en medio de la nada, donde hay nada. Como casi todas las decisiones que toman los hombres, la mía había sido originada también por una mujer, por un amor que estaba tan cerca pero tan lejos, uno que había tenido pero sentía que se escabullía como agua de lluvia por las alcantarillas. Ella había ido a Minnedossa, pequeño pueblo a una hora de Winnipeg, donde apenas había un semáforo y no había tienda sino hasta la siguiente población, a unos cuantos kilómetros, a visitar a su familia por la navidad. Pueblo de gente sencilla, muchos de los cuales jamás habían ido a la ciudad. Recuerdo que me dijo que tenían miedo a lo desconocido. Si un día vas a mi pueblo, puede que te golpeen sólo por tener un acento distinto, me dijo en cierta ocasión que estábamos en su departamento, tirados sobre la alfombra, mirando al techo, pensando en nuestros lugares de origen y charlando sobre lo que todo mundo debería ser o pensar y los derechos que todos deberíamos tener, como el de viajar, ser feliz, sonreír y amar.
Anduve por la ciudad desierta por el frío extremo, tanto interno como extremo. El termómetro indicaba -27°C. Creo que yo era el único loco que se animaba a andar por la calle, sin rumbo fijo, cargando mi mochila, la cámara fotográfica y un amor incierto que pesaba más que todo el equipaje. La ciudad, en verdad, es aburrida y abunda en la nada. Diseñada para el frío, el centro está interconectado por túneles y puentes cerrados con temperatura constante de 20°C. Caminé y caminé hasta no sentir las manos. Finalmente encontré un hotel donde hospedarme. Para apaciguar el frío y ante la incertidumbre del amor que parecía perder, opté por comprar un poco de seguridad. Tomé la sección amarilla y busqué compañía y entumecimiento para la conciencia. Llamé a una agencia que ofertaba jóvenes atractivas y sensuales. Me dijeron que el servicio tardaría una media hora. Me recosté a mirar el televisor y esperar. Pasó media hora y nada. Volví a tomar el directorio y llamé a otra agencia. A los cinco minutos llegó la primera dama de compañía, a la que despedí por haberse tardado tanto, con una disculpa y un alivio al verla tan vieja y fea. Llegó la siguiente a los pocos minutos. No estaba mucho mejor; de hecho, era un poco gorda y con el cabello rubio artificial, algo raro para Canadá. La invité a pasar y le dije que no quería tener sexo sino sólo compañía. Me dijo que por ella estaba bien, que de todos modos cobraba igual, por hora. Le pagué sus cien dólares canadienses y la invité a que se recostara conmigo sobre la cama. Mi soledad, en vez de apaciguarse, se acrecentó, y no podía esperar el momento en que tuviera que irse. Después de una hora, la despedí, levanté el teléfono, marqué y, al no escuchar la voz que esperaba oír, colgué.
El frío volvió a inundar la habitación. Ahora, cuando me preguntan, siempre aconsejo: nunca vayas a Winnipeg.

Mar de espuma

Abajo la ciudad está mojada y gris. Amanece a las 8 y anochece a las 4 de la tarde. Aunque sea de día, nunca se ve el sol. Un templo cristiano, en la esquina de Robson y Haro invita a unirse en oración el domingo a las 12 para pedir que pronto termine esta oscuridad y de nuevo podamos ver la luz. Y no es metáfora de redención sino una depresión colectiva en la que nos tiene hundidos la lluvia y la niebla. Ni siquiera funcionan los paraguas; es imposible cubrirse del agua que cae en todas direcciones. Para vivir aquí es necesario ser repelente al agua: botas, pantalón y chamarra impermeables. Las calles se iluminan con luz artificial. Así, nuestra fuente de luz ya no viene de miles de kilómetros de distancia sino de apenas unos cuantos metros. La ciudad no duerme. Ante la indiferencia del día y la noche, la gente ha adoptado hábitos nocturnos como si fueran diurnos; hay supermercados, restaurantes y hasta gimnasios abiertos 24 horas.
Una de las actividades invernales predilectas para aprovechar el frío es ir a esquiar. La ciudad cuenta con varias montañas locales, entre las que se cuentan Cypress Mountain, a tan solo 45 minutos del centro. Para mitigar las lluvias, decidí ir a deslizarme sobre la nieve, por las pistas azules y negras.
Estoy parado en el mirador, a medio camino a las pistas para esquiar. Es increíble, después de tantos meses de ausencia, ver al sol brillar en todo su esplendor. El cielo se ha desdoblado. El techo de la ciudad ahora parece el piso de donde me encuentro. Las nubes grises que había contemplado sobre mi, ahora se extienden como un océano de espuma. Acaso el milagro que tanto pedían en los templos se haya realizado y, aunque sea por una tarde, algunos afortunados podamos contemplar el sol y las pinceladas que traza en el cielo, no el que normalmente vemos, sino otro, decorado especialmente para la ocasión.

Materialización de los recuerdos –propios o no.
Los recuerdos son curiosos, traicioneros. Los hay felices, únicos, tristes, comunes, desastrosos, imperdonables, intensos, orgásmicos, inolvidables. La vida está constituida por momentos, por pedazos discontinuos de tiempo. No es la vida en sí la que vivimos, sino los trozos que vamos desarmando y armando hasta completar el puzzle de nuestra existencia. Llega un momento en que los recuerdos que uno atesora y cuenta como propios ya ni siquiera lo son; acaso los hemos robado de una historia contada o leído o visto en la tele o el cine. Nos vamos volviendo recuerdos, muchos de los cuales jamás nos sucedieron. Acaso haya uno u otro por ahí que de tanto soñarlo creamos haberlo vivido. Y los que olvidamos y si vivimos, ¿forman parte de nuestra vida o más bien se van aunando a una herencia colectiva de “malos recuerdos”?
Si somos nuestros recuerdos, ¿por qué hay quienes se han esforzado en desprenderse de ellos, a tal grado que ahora contamos con un nombre para este selecto círculo de individuos? El Alzheimer, más que una enfermedad es una invención moderna, una alcancía donde se han ido depositando, a lo largo de los años, recuerdos que nadie quiere, culpas ganadas o por accidente, sufrimientos de personas que se convirtieron en alguien que jamás imaginaron.
Después de guardar o perder un recuerdo, ya no eres el mismo. Te transformas en el presente de un cierto pasado, en la posibilidad del hubiera de un hecho concreto. Pero para ganar un recuerdo, primero necesitas vivirlo o apropiarte de él. Luego que lo has obtenido, también es necesario un catalizador que te lo devuelva, un estado de ánimo y un escenario ideal que te permitan traerlo de regreso. Acaso ese haya sido el éxito del Alzheimer: la falta de catalizadores de recuerdos en nuestra vida moderna. De tanto vivir y andar de un lado a otro, puedes olvidar detenerte a veces y decir: tengo recuerdos.
Uno de los sitios especiales y que mejor funcionan para recordar es el océano, la infinita bastedad del horizonte donde se confunde el azul de arriba y el de abajo en una sola línea distante que no termina ni en el mar ni en el cielo sino en una lejanía difusa, antes de que el mundo de vuelta y vuelta sobre sí mismo. Por esto, después de tres meses viviendo en Londres, en el laberinto que atrapa al que llega y lo hace correr a toda velocidad sin permitirle un momento de suspiro ni preguntarle si está conforme o no, decidí ir a la playa, a mirar el océano y caminar al lado del mar, tan cerca del infinito como fuese posible. El lugar ideal fue el puerto de Brighton, a tan sólo una hora en tren. Allí pude caminar de ida y vuelta, sobre las piedras y entre los juegos de diversión; mirar las galerías de arte inspirado por el mar y los recuerdos; sentarme frente al mar con Lynne a comer un trozo de pescado empanizado y papas fritas, envuelto en un pedazo de papel, y casi congelarnos las manos de frío por el fuerte viento que llega del Norte y espantar a las grullas que nos tenían rodeados creyendo que las alimentaríamos; salir a bailar a un bar de música Reggae, frente al mar y bajo un puente.
También guardo un recuerdo no vivido, que nunca pasó pero llevaré por un tiempo en la memoria hasta que, acaso con la vejez –si es que la tengo– llegue a contar como propio: el lunes por la noche se presentó en el Brighton Hall la banda de jazz de Woody Allen, con su única presentación en el Reino Unido. Ese día yo tenía que estar de regreso en Londres para trabajar día y noche, andar deprisa y olvidar que los recuerdos si no se atesoran, se pierden.

Puentes y parques


El puente

Los puentes son para dejarse;
los parques para el encuentro.
Hay jardines en la memoria:
caminados, vistos, imaginados.
Sueños de hojas secas
suspiros de maple
silencios de complicidad.
Gotas vacías en el cuarto desnudo:
amanece al atardecer de un beso.

El parque

Las tonalidades del otoño:
unas cuantas gotas de luz y
el día se vuelve transparente.
Pétalos de fuego, hojas de cristal.
De una hora a otra, el universo
cambia de lugar.
En el estanque, un pato clava el pico
buscando la profundidad de
seguir siendo él mismo; a
su lado, uno más cruza la cerca,
por debajo, viene y va.
A lo lejos, sonidos de
turbinas y sirenas.
A mi lado, el viento
ronronea.
Estoy en compañía; vivo
mi soledad.

El camino

Esperaba nada y comencé a soñar.
Dejé de trasladarme, moverme hacia
otro sitio diferente del real.
El Támesis a mi izquierda; a la derecha,
la Pagoda de la Paz: Buda
extiende los brazos para cerrarlos de nuevo.

De un lado a otro –o en medio de la nada.
Uno deambula por la vida sin apenas darse cuenta de las huellas que ha dejado impresas sobre el camino, ya sea de arena, tierra, cemento o hierba. Hay quienes optan por los círculos: van, vienen y regresan a donde mismo, creyendo haber alcanzado la verdad después de tanto avanzar. Otros van en espirales, líneas quebradizas, oblicuas; casi nadie por las rectas. También hay quienes optan por distintas zonas geográficas, climas, culturas. Que si el Norte, el Trópico o el Sur. Acaso esa sea la decisión importante: latitud. Para mi, la mejor zona del mundo está en los extremos del mundo, alejado de la panza de la tierra, de la geodésica que da una diferencia de 43 kilómetros al medir el radio de la tierra en el ecuador comparando con la medición de polo a polo. Londres es una ciudad que permite vivir el extremo de la vida, tanto en latitud como en círculos concéntricos.
Y estando al norte, opto por el sur. El río divide a la ciudad en norte y sur, con puentes espectaculares –y otros no tanto– que recuerdan al peatón el tránsito necesario entre un extremo y otro, la abismalidad de la nada cuando uno está en medio del puente, cruzando hacia allá, dejando acá. Al igual que en París, al norte se encuentran los comercios, los bancos, la corte de justicia; al sur: los museos, galerías, cines, teatros y mercados de libros.
Pero no basta con cruzar; también hay que saber por donde. Cada persona tiene su puente favorito. Una mañana, mientras iba en el autobús rumbo al río, escuché a una persona comentar que su puente favorito era Waterloo. Llegando al río, caminé hacia ese puente, lo observé detenidamente y pensé, ¿por qué será su puente predilecto, si yo no le encuentro nada de especial? Acaso cada quien asigne un valor distinto a sus gustos y preferencias, sin importar, necesariamente, el valor intrínseco del objeto. Pero, ¿qué mas da? Yo también tengo mis puentes predilectos. Creo que entre mis dos favoritos no puedo decir por cual me decido, aunque cada uno de ellos ofrece ventajas distintas.
Jubilee Bridge: es el puente peatonal más cercano a Picadilly. De hecho, son dos puentes gemelos que van a los lados del puente que lleva la vía de tren. Si uno decide ir por el de la derecha –mirando hacia el sur– camina directo hacia South Bank, mirando de frente el Ojo de Londres y, a la derecha, el edificio del Parlamento. Definitivamente, una vista clásica de la ciudad. Al cruzar el puente se siente el viento susurrar al oído, casi imperceptible por el ruido de los trenes que no dejan de pasar. Ya del otro lado, las posibilidades se incrementan cada vez: el ocio se expande a cada paso que uno da. Caminando, con el río a la izquierda, encuentro: el restaurante Wagamama, con un único menú de fusión asiática; la librería Foyles, el restaurante Giraffe con música y comida del mundo. Luego, el Queen Elizabeth Hall con la galería Hayward detrás y una pista acondicionada para patinetas debajo del edificio, donde siempre hay eskatos dándole duro al patín. Después, el teatro nacional y la cineteca nacional, con el mercado de libros usados frente a la entrada, donde uno puede encontrar libros de cualquier tipo desde una libra.
Millenium Bridge: el puente peatonal más moderno de la ciudad, construido para celebrar la llegada del 2000. Es un puente construido con tensores por lo que, cuando hay mucha gente cruzándolo, se siente ligeramente el movimiento del puente. Pero, además de lo impresionante que puede ser el puente y la vista que desde él se aprecia, están los lugares que van de un extremo a otro. En el extremo norte, el puente de San Pablo con su cúpula impresionante; al sur, lo más impresionante y acaso mi lugar favorito de toda la ciudad, el Tate Modern, museo de arte moderno que alberga a mi pintura favorita: Summertime de Jackson Pollock.
Así, cada persona escoge –o acepta– el lugar donde vive. Si de un lado o de otro, si al norte o al sur, si en círculos o líneas rectas, casi quebradizas. La vida fluye, justo como lo hacen los ríos, en una sola dirección. Contra ello nadie puede, lo prohíbe la segunda ley de la termodinámica, le entropía que no es desastre sino generadora de vida, de tiempo irreversible que nos permite avanzar en una dirección, pero cambiando lados: sea de uno u otro, seguimos siendo arrastrados por el río. Por eso están los puentes y nuestro deseo de ir al otro lado, para creer que podemos tomar decisiones en cuanto a nuestro andar, en el flujo incesante de permanecer volátiles, andando de un punto a otro sin en verdad estar.

Friday, December 23, 2005




Blanco

La transparencia de los sentidos.
Cada nuevo comienzo viene del final de otro comienzo.
Hacia la distancia, en círculos y espirales,
el invierno y sus castillos de hielo. Esculturas
frente al lago; la luna calla, congelada.
Caminamos hacia las montañas: Jean-Francois, mi
yo alterno, desdoblado en el futuro de mi posibilidad.
Los sonidos del bosque, los animales salvajes, los
miedos a la naturaleza tintinean al oído.
Me revuelvo en una gota de sol, en un racimo de cristal;
luego, me miro y te recuerdo, sollozo, callo.
Luminiscencia glacial; la huella del hombre petrificada
en la sonrisa de la luz.
Cae lentamente. Siglos pasan y seguimos aquí, de
pie.
Caemos nuevamente; y si de repente…
Ya casi oscurece. Volvemos caminando hacia el Hostal,
platicando sobre los posibles tiempos que vendrán.
Algún día, acaso en Lake Louise, en tu cabaña de retiro, o
en Maruata, mi rincón de mar, nos veremos de nuevo y,
manos unidas por el ritmo de los sueños, tocaremos el
djeembe.
Cae la luz; caen los sueños; caes tú.

Sunday, November 27, 2005


Recuerdo de una ilusión –o ilusión de un recuerdo.
Hay ciudades hermosas, tan únicas y llenas de vida, que nos hacen dudar de su existencia. Así pasa también con ciertas vidas, momentos en los que estamos vivos sin darnos cuenta, situaciones tan favorables, casi perfectas, que nos dan miedo, pavor de tan ciertas.
Vancouver es una de estas ciudades: una vida maravillosa, ajena en la distancia del tiempo, propia en la experiencia, no mía sino de otro, uno que la vivió, no yo sino otro, el que fui, antes de volverme arena, de regresar, si es que hay senda trazada, al camino de la vida, al supuesto destino preestablecido, donde el hombre vale por su trabajo, no por su esencia, por su ropa y su calzado, no por sus sentimientos.
¿Qué hace un hombre cuando lo tiene todo, cuando vislumbra su futuro, su felicidad asegurada por un presente fantástico, de bonanza y prosperidad, de falta de creencia y abandono del culto, como buen seguidor del sueño americano? Pues vive contento, dirías tú. Pero, ¿cómo es que algunos deciden abandonar esa segura felicidad por un destino incierto? Simplemente no lo se; lo único que me atrevo a decir, es que yo escogí la arena sobre el concreto, la carcajada espontánea a la sonrisa programada, el llanto necesario a el sollozo injustificado.
Vancouver lo tiene todo. En el verano: mar, islas, lagos, bosques, playas, fuegos artificiales al compás de la música; en el invierno: montañas para esquiar, centros comerciales comunicados por tubos en la ciudad, nieve, viento, lluvia, calefacción. Cuando uno vive en una ciudad como ésta, no hay a donde ir: ya está donde tiene que estar. Así pasan los días, los años, las vidas. La economía se mantiene, los amores van, vienen; sueñas de día la ilusión de vivir.
Dicen los canadienses, o por lo menos Douglas Coupland, que ellos son la primera generación nacida sin Dios. En la ciudad casi no hay templos, o sí los hay, pero de muy diversas religiones. En vez de pedir a Dios, piden al gobierno y, sorpresa, todo se les concede. Pero en esa supuesta abundancia ha desaparecido la magia de creer: It is better to loose an illusion than to find a truth, con esta frase colocada sobre un bar del barrio de Gastown, se define su falta de fe, su abandono a la vida. Acaso esa fue una de las razones de mi regreso a México: la creencia de los mexicanos en la familia, en los valores, en algo superior, en Dios.
Me podría hacer tantas preguntas, deambular sobre la hoja en blanco, como si fuera leñador o fontanero, barrendero o cocinero –¿lo fui? –, llenar páginas y páginas, como lo hiciera Kertesz en su última novela pero, ¿para qué? En el momento de reflexionar sobre el tiempo, se va el de la reflexión; siempre un paso atrás, en el intento de ir adelante. La vida no es más que una ilusión; para mí, Vancouver también lo es.


Go

París es como una puta. Desde lejos parece cautivadora, no puedes esperar tenerla en los brazos. Y cinco minutos después te sientes vacío, asqueado de ti mismo. Te sientes burlado.
Henry Miller, Trópico de Cáncer.


Anduve tras de ella durante todo el día.
A orillas del Sena la buscaba, me acercaba y,
al intentar atraparla: ya no está.

Dos viejos chinos, con su hoja de retratos a un lado,
jugaban plácidamente, bajo ella.
Me acerqué; a duras penas nos dimos a entender.
La partida estaba por llegar a su final. Emocionado,
acepté el reto.

Ciertamente, fue una paliza.
Di las gracias, me alejé hacia el jardín.
La miré de reojo, a través de las palabras de paz.

Viajar en círculos
Al salir de Barcelona, una semana antes, quedé con Luis y su primo de vernos en Ámsterdam. Él tenía que asistir a la boda de uno de sus amigos, con quien probó por primera vez el MDMA y que, recientemente, le había regalado un ácido. Me contó cómo esa noche sintió el amor por una de las asistentes a la fiesta. No dejaban de tomarse las manos, unidos por la fantasía de creer en el amor. Como ese recuerdo había quedado tan profundamente guardado en su memoria y, ante la ligera sospecha de verla de nuevo en la boda, apostó su vida entera al encuentro. Yo marché a la aventura, al viaje que atravesaría el sur de Francia, vía Montpellier, y de Alemania, pasando por Munich, para llegar a Praga, en la República Checa, pasar unos días ahí y, luego, subir por Alemania rumbo a Berlín, luego Bonn y Colonia; atravesar la frontera y llegar por tren entre los campos con molinos de aire modernos de Holanda hasta llegar a mi destino de encuentro. Semanas distintas: una de cierre de círculos –mi amigo dejaba Barcelona para regresar a Guadalajara después de haber pasado un semestre de intercambio– y otra de aperturas por las nuevas visiones de lugares desconocidos por los que yo rondaría.
Llegué a la estación de tren y, de inmediato, dejé mi backpack en un casillero para disfrutar el día, recorrer los cafés de la zona roja y encontrar un hostal donde pasar la noche. Salí de la estación y atravesé un puente (la ciudad está llena de puentes; de hecho, cada manzana es como si fuera una isla unida por cuatro puentes) y caminé por una de las avenidas principales que tenía carril para el tranvía, los autos, las bicicletas y los peatones, todos al mismo nivel de piso y separados únicamente por líneas y símbolos indicando cual es cual.
Caminaba por el Barrio Rojo, entre los famosos cafés con su variedad de cannabis en el menú: White Widow, Purple Haze, Skunk, Northern Lights; las ventanas que resguardan a las prostitutas más diversas del mundo: desde la escandinava de piernas largas a la china que parece casi enana; de la esbelta mujer de cabello castaño y ojos color miel a la gorda de 150 kilos con lonjas rebosantes por doquier. Aquí hay toda la libertad para todas las fantasías. Apenas unas cuantas cuadras y veo, a lo lejos, a mis amigos caminando en mi dirección (la última vez que me pasó un encuentro parecido fue en Real de Catorce, cuando yo iba entrando con Jesusito el de Zacatecas y nos encontramos cara a cara con mis papás) y, acelerando el paso, nos abrazamos con la alegría de los encuentros no buscados pero logrados a final de cuentas. A partir de ese momento, comenzó una semana de andar en círculos por la ciudad, un ir y venir de un sitio a ningún otro, de otro lado a siempre el mismo.

Thursday, November 17, 2005


En las alas del deseo

Uno llega a las ciudades por diferentes motivos. No siempre son las ganas de ver los grandes monumentos –que generalmente ya hemos visto al televisor– sino recuerdos, sueños, deseos y evocaciones. Entre lo cierto y lo ficticio, imposible saber. Sin embargo, uno se da cuenta al final de cuentas –valga el recurso– hasta que ha pasado el tiempo adecuado. Y éste, ¿cuál será? Pues justamente ahí está el meollo de nuestra existencia, no sólo en cuanto a viajes o ciudades nuevas, sino a vidas vividas en el instante o en el futro que seguramente nunca llegará tal cual deseamos. Un hueco y todo se vuelve una jarra de porcelana en manos de un niño de apenas dos años; un ligero trastabilleo y el universo cae de bruces.
Yo llegué a Berlín en las alas del deseo o, mejor aún, tan lejos, tan cerca, tarareando y murmullando la tonada de Bono, al lado de la bellísima Natasha Kinski y su mirada de ángel –porque es un ángel– a través del marco de Wim Wenders. Durante muchos años de mi vida he viajado a través de la pantalla de cine. La televisión apenas si la he visto; de hecho, nunca he tenido una televisión propia. Recuerdo que en cierta ocasión mientras compartía departamento con un amigo colombiano en la calle Haro en Vancouver, decidimos rentar una TV de 50 pulgadas sólo para jugar Playstation. Parecerá absurdo pero era cosa seria. Yo sabía los nombres y las características de los jugadores y equipos de la NBA gracias a los videojuegos; Leo se quedaba jugando todo el día, mientras vivía su refugio canadiense y su exilio permanente debido a ser demasiado millonario en Colombia y temer ser secuestrado si volvía. Sólo nos duró 4 meses el gusto: habíamos contratado por 3 meses pero, al no pagar el cuarto, llegaron los de la tienda a recoger su equipo. En cambio, el cine siempre ha estado cerca de mi: en la Pacifique Cinematheque de Vancouver vi mi primer película de arte, larga, aburrida y sorprendente: Solaris de Tarkovski. A partir de ahí comenzó mi interés por el cine hasta ir casi todos los días en ciertas temporadas, sobre todo cuando hay muestras.
El cine de Wim Wenders se convirtió en mi favorito después de ver Tan lejos, tan cerca y admirarme de la vida de los ángeles caídos y su deseo de sacrificar la eternidad por unos cuantos momentos de amor intenso y terrestre. La belleza, la magia y el asombro se combinaban para crear una atmósfera de esperanza: aunque a veces uno se siente solo en el mundo siempre esta por ahí su ángel guardián. Y no es sólo uno: andan sueltos por el mundo, los que han decidido caer y los que siguen mirando desde arriba y descendiendo cuando un alma cae. Y todas estos ascensos y descensos no podrían haber sido explorados cinematográficamente de una mejor manera que desde las alas de la Reina de la Victoria en Berlín, ciudad que fue destruida, cambiada y reconstruida en unos cuantos años, donde se siente un aire de cambio y progreso aunado a la nostalgia de los tiempos que se van y no han de volver. Caminando por el Tiergarten uno puede sentir una dualidad: abajo las prisas de los hombres, arriba la tranquilidad de los ángeles.
Wenders es un viajero permanente, un hombre que toma la cámara como revolver y sale a disparar al mundo, a captar lo bueno de la existencia, de esa prisa permanente por encontrar la tranquilidad y los buenos sentimientos. Y así descubre a Madredeus, con sus guitarras y, de nuevo, una voz angelical. Con una cámara en manos de un niño y un micrófono sale a registrar los sonidos de Lisboa y narra su historia mediante la música. Luego viaja a Australia donde cuenta la historia de una máquina que permite ver lo que una persona está imaginando. La obsesión por las imágenes nos lleva a querer retratar y cuantificar toda la realidad: aquí es la vista y la memoria lo más importante para el hombre. después viaja a Los Angeles, al Hotel del Millón de Dólares donde viven seres abandonados por el sistema, exiliados en su misma ciudad, en su propia realidad. Con esto demuestra que no es necesario el traslado a una región remotísima para viajar, para mover la concepción del mundo. Un hombre muere y, a partir de este punto, la vida gira para todos los habitantes del hotel. Si Natasha fue la diva de Paris, Texas y Tan lejos, tan cerca, ahora es Mila Jovovich la que brinda la belleza femenina a la pantalla. Con su parte de locura y desesperación, sus ojos a medio mirar y su sonrisa apagada por el llanto, Mila sigue dando esperanza a uno que otro loco del lugar.
Quedan películas por contar, lugares por recorrer, mujeres por amar. Queda vida, sobre todo vida, en las alas del deseo.

Poesía en la calle (o en el metro, según la ciudad)

1. En el corte está la precisión, la finura del universo vuelta arena, la trama escondida de la conciencia; confusión, desasosiego: certeza. Meg Ryan se masturba boca abajo, semidesnuda, mientras sueña con la posesión del amor, la entrega total, el temor a la pérdida. Así es la poesía, temor y posesión, encuentro del universo dentro de uno, propio por conocido, distante por exacto. Ella goza en el recuerdo, en el deseo: futuro vivido de antemano. Se alimenta de poesía, mientras va de casa al trabajo, del trabajo al bar: lee los fragmentos de poemas desplegados como publicidad dentro del metro de Nueva York. Y en sus ojos el negro letargo de la noche... He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas… Las gentes sencillas son las únicas que no buscan la felicidad… Sí, NY no es únicamente las torres gemelas –ahora derribadas–, Paul Auster, Woody Allen y los Mets. NY, como Praga y Londres, donde también se da el programa Poesía en tránsito, son ciudades interesadas por la cultura: ciudadanos lectores, escritores, artistas y fotógrafos. Ciudadanos que viven una vida cosmopolita, en un flujo diario de diversas culturas –son capaces de diferenciar a un chino de un japonés–; desayunan hot dogs, comen borscht, cenan chow mein. Leen, siempre leen.
2. Hace unos años, nuestro gobernador, dijo: No daré un peso para la cultura mientras exista una calle que pavimentar. Curiosamente, vivimos en una ciudad de baches infranqueables, de agujeros –¿está demasiado hondo o voy cayendo demasiado lento? –, de no lectores. El arte debe salir a las calles, la lectura no debe estar confinada únicamente a las bibliotecas públicas (en Gdl hay 6 millones de habitantes y ni una biblioteca pública; la del estado sigue en remodelación, por un bache: el del sismo pasado). Los viajes y la lectura son los peores enemigos de la ignorancia, según Wilde, ¿o era Grey? Sino hay arte, ¿entonces fútbol y religión?
3. Una de las mejores maneras de conocer una ciudad es a través de los escritores que vivieron en ella. Tomemos el caso de Praga, una ciudad sin baches, que no nada –aunque a veces sí lo haga, literalmente– en la abundancia económica, donde vivieron Kafka, Dvorak, Kundera. Allí, uno puede caminar por las callecitas, como de cuento de hadas, por las que anduvieron los de los amores ridículos o los procesados. En Praga también vivió Miroslav Holub, uno de los mejores poetas checos. La poesía de Holub puede leerse, como la de Whitman en NY, en el metro: Aquí también hay paisajes de ensueño/ lunares, abandonados... La palabra penetra entre nosotros y el dolor/como una excusa del silencio.
4. Entonces, la cultura no puede depender de los baches de una ciudad, ¿o si? En Gdl hubo un intento, según me platicaba Raúl, por parte de Dante, de llevar la poesía a la calle: en sus tiempos de estudiantes de letras, imprimían carteles con poemas y los pegaban en las paradas de camiones, o buses, para nuestros amigos castellanos. En nuestros días, ¿se hace algún esfuerzo por llevar la lectura a la calle? Me gustaría pensar que la respuesta es un simple y bello: sí.

Monday, October 24, 2005

Cadacques
(puerto donde Dalí pintó, vivió y amó a Gala)

Hay viajes en la vida que duran por siempre; otros, no tan largos, suelen pensarse mucho antes de hacerse, aun antes de saber de la existencia del lugar a visitar. El motivo de cada viaje, de la visita a cada lugar, siempre es distinto, aunque, en general, se reduce a una sola cuestión, independientemente del lugar visitado: el conocimiento de uno mismo. Esto es sabido por los verdaderos viajeros, desde los que recorren el mundo entero, dándole varias vueltas, hasta los que nunca abandonan su casa, su cuarto, su sillón, como lo hiciera Lezama Lima.
Viajé por primera vez a Cadacques[i], por lo menos en la imaginación, hace unos 15 años, al comprar un libro de la serie Taschen sobre la obra pictórica de Salvador Dalí, quien seguía con vida en aquel entonces, y pasara sus veranos en esta villa de pescadores, rodeada por montes de olivos, en la Costa Brava del Mediterráneo, casi en la frontera entre Francia y España. Dalí fue mi primera aproximación a la pintura y al arte en general. Imposible describir todos los sentimientos originados por sus pinturas: las jirafas en fuego, los relojes derretidos, los panes sodomitas, el tigre que nace de un pez que nace de una granada, sus grandes bigotes y, su musa: Gala, con quien compartiera gran parte de su vida.
El amor de Dalí y Gala (ex-esposa de Paul Eluard) es único –o demasiado común– en la historia del arte. En el libro de Taschen, leí esta historia, contada por Conroy Maddox (la traducción es mía):
Una noche en que ella lo visitaba, Dalí tomó su mejor camisa y la cortó lo suficiente como para dejar la panza a la vista. Después, se la atoró sobre los hombros y el pecho. El cuello había sido removido totalmente. Se volteó los calzones hacia fuera, se rasuró los sobacos y, después, los tiñó con detergente azul. No completamente satisfecho, se intentó lavar lo azul y se rasuró hasta que le sangraron los sobacos y, luego, hizo lo mismo con sus rodillas. En cuanto a perfume, sólo pudo encontrar Eau de Cologne, la cual lo enfermaba; así que hirvió grasa de pescado en agua, agregando un poco de mierda de cabra y algo de grasa de res, para hacer un ungüento que se untó por todo el cuerpo: estaba listo para verla. Al asomarse por la ventana y verla llegar, se dio cuenta de que todo lo que había hecho no era más que su atuendo nupcial.
Dalí y Gala pasaron varios veranos en Portlligat, puerto al final de la bahía, al norte de Cadacques, donde tenían una casa, formada por un conjunto de barracas de pescadores, estructuradas de forma laberíntica y docoradas por ellos mismos a lo largo de más de cuarenta años, desde 1930 hasta los años setenta. De aquí el motivo de mi viaje a esta ciudad: tenía que conocer la casa, las calles, las barcas, el mar y las montañas, mas bien montes, donde Dalí había pintado esas obras que me impresionaran tanto en la adolescencia.

Llegué a Cadacques por segunda vez, o primera en realidad, después de haber visitado el museo Salvador Dalí en Figueres, pequeño pueblito al lado de las vías de tren que van hacia la frontera francesa. En Europa, los trenes son muy confiables, en cuanto a horarios, comodidad y seguridad pero, en España, acaso por ser país latino, no sucede lo mismo. Pareciera como si los trenes tomaran su tiempo, sin ir de prisa, sin preocuparse mucho por la hora sino, simplemente, por llegar en un momento dado. Así, pasé más tiempo esperando el tren de Barcelona a Figueres, que el del recorrido en si. Al llegar a Figures, justo al bajar del tren, a unos cuantos metros, me topé con la oficina de información. Delante de mí, una pareja de andaluces preguntaba por el museo Dalí. Puede que éste sea el único atractivo del pueblo, pensé. Hice lo mismo que la pareja en cuestión; seguí las mismas indicaciones que les habían dado: vaya derecho, al llegar a la plaza a la derecha, y al fondo, encontrará el museo.
Una larga fila me esperaba. Esperar: ¿ocupación española (latina) por excelencia? Después de una hora bajo el sol, esperando entrar al museo, no a Godot, logré entrar. Fui reconociendo algunas obras que había visto en mi libro de la adolescencia; descubrí otras, nuevas para mí: dibujos a lápiz, instalaciones, escultura, cuadros gigantescos, de unos ocho metros de alto, joyería… Salí del museo, queriendo saber más sobre Dalí, sobre su vida, los lugares donde había pintado semejantes obras que ahora admiraba mucho más, porque nunca es lo mismo una litografía impresa en un libro, que el cuadro original; simplemente no da el mismo sentimiento. Tiempo después reafirmaría esta creencia al observar los originales de Van Gogh.
Regresé a la oficina de información. Pregunté cómo podía llegar a Cadacques. Mi dijeron que el autobús salía en unos minutos y el recorrido duraba aproximadamente una hora y media. Me dirigí al andén, compré mi boleto; esperé. Una vez más, el autobús se demoró. A mí me parecía que esperar era lo normal en aquel país, por lo que, tranquilamente, me senté sobre mi mochila hasta que llegara, y saliera, el autobús[ii]. Después de la espera, más espera, pero de otro tipo: la del movimiento que nos mueve, la de la paradoja de moverse, de llegar a algún sitio, llámese como se llame, o, en mi caso, el trayecto hacia el puerto. Una vez allí, no pude hacer mas que sentarme sobre la playa, tranquilamente, a ver correr las olas y tomar un trago de vino tinto que había comprado para el camino, para el sitio a donde llegara y me detuviera, con el intento, imparable, de ir a otro lado; siempre, otro lado.

Hojeando entre mi cuadernillo de viajes (un cuaderno de hojas hechas a mano, con pasta azul y cosido con cáñamo, que compré en Puebla, cerca del teatro de la ciudad) encontré un escrito sobre Cadacques, redactado en la playa de esta villa y el cual, más que valor literario, tiene el poder de la memoria original, no la recordada sino la que se vive en el momento:

La noche es una sombra que se vuelve espuma.
Todo blanco. Los ojos miran hacia el mar,
lo acarician; cierran las persianas al caer la tarde.
Una casa gemela a una cuadra de la plaza,
compartida hace tiempo, época del surrealismo,
por Duchamp y Picasso.
Atrás, a sólo dos cuadras,
la calle Josep Pla, escritor catalán,
artista desconocido en español.

Las olas rompen el silencio,
no por su estruendo sino por las
piedras juguetonas, unas con otras,
al vaivén de la luna que es todo el
puerto blanco, iluminado por el arte
que fue y acaso nunca más.

El viaje es esperar, más que moverse.
En los trayectos se suspende el tiempo;
en la espera, se acelera.
La noche se convierte en preludio del día
siguiente. El día no es más
que la búsqueda de la noche.
Así, noche y día,
viaje y espera,
se vuelven playas para un buque de pesca.


[i] Respeto el nombre en catalán, por la pretendida autonomía de Catalunya. En español debería escribir Cadaqués. Lo mismo haré con Figueres, en lugar de Figueras.
[ii] Utilizo la palabra autobús y no camión, como estaría acostumbrado a nombrarlo, debido a diferencias entre países: en España, un camión se usa sólo para carga, como los de volteo. Los de pasajeros son buses.
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Por el Raval entre música

Todo empezó en el corazón de la noche: la emergencia de un zumbido sordo, amortiguado por la distancia, de una piqueta obstinada o una taladradora eléctrica.
Juan Goytisolo


Antes de comenzar a escribir este texto he tenido que decidir entre dar clic en mi iTunes para escuchar a Ojos de Brujo, grupo de flamenco catalán; Exitmambo, demo de jazz de un saxofonista argentino con el cual me tomé una Estrella a unas cuadras de las Ramblas; 17 hippies, grupo de gitanos, viajeros, trotamundos; 08001, colectivo que tocaba en el Raval, cerca de la plaza del tripi, del cual sólo queda ese único disco agotado, ya que se desintegró tras la deportación a África de su líder. Sin darme cuenta ya ha avanzado el tiempo y yo sin decidirme del todo. La música lleva sus propios recuerdos hilados entre las notas: de un grave a un agudo se va reinventando la vida. Finalmente, doy clic en la primera canción de la lista de reproducción: Get up, stand up, de Bob Marley, interpretada por 08001. Si, la voz grave y la melancolía del viejo continente, aunada a la alegría de las costas del Mediterráneo donde, curiosamente, uno flota con mucha mayor facilidad –debido a la salinidad del agua, lo que también da a los mariscos un mejor sabor–. Cómo olvidar los langostinos a la sal preparados por el buen Abdul, quien además estaba asombrado de que un mexicano llevara un nombre árabe –Omar–, justo como uno de sus amigos de Marruecos, a quien tuve oportunidad de conocer, al toparnos con él frente al Fnac; de lo que hablaron no entendí una sola palabra, pero me quedo con la sonrisa de amistad brindada por aquel tocayo, para quien no había diferencia entre ser de una religión o de otra, un idioma u otro, de un continente o de otro, de un país petrolero o de uno consumidor. En estos momentos cabría –aunque suene absurdo, o no tanto, según de la perspectiva que se vea– citar la Sonata a Kreutzer, la de Lev Tolstoi o la de Beethoven o, más bien, la de Goytisolo, no la escrita por él, sino la leída y releída y recordada y vuelta vida y escritura y poema, en su bellísimo libro Telón de Boca, que comenzara a escribir, en el exilio voluntario, tras la muerta de su esposa, en Marrakech, en noviembre de 1996 para finalizarlo, después de haberlo pulido lenta y pausadamente, como se pulen las letras verdaderas, la literatura inspirada por la música, sonidos de arena, piedra o cemento, en Tánger, agosto del 2002, mismo verano que yo pasé en Catalunya.
Leo del fascículo adjunto al CD interpretado por la Orchestre National de la Radiodiffusion Française, dirigida por André Cluytens:
La sonata "Kreutzer"
En la sonata Kreutzer, violín y piano unen dramáticamente su diálogo, alcanzando una sonoridad de potencia casi orquestal.Estos, tras una introducción lenta y solemne, se lanzan a una vertiginosa persecución, que no parece tener fin. La tan esperada quietud se afirma en el segundo movimiento. El tema, cuya luminosa dulzura volverá a escena en el riachuelo de la Sinfonía Pastoral, es reelaborado de diversas formas por los dos instrumentos, que se alternan en el canto y en el acompañamiento. El tercer movimiento vuelve a tomar la andadura impetuosa del inicio, pero en los tonos alegres que habían caracterizado el adagio central.
Ahora una pausa virtual, aunque para ti, lector, no sea más que un cambio de línea. Para leer hay que escuchar, así que bajo la versión electrónica de la sonata de Tolstoi, gracias a The Gutenberg Project, sitio que distribuye clásicos de la literatura de manera gratuita, con el argumento de que los derechos de autor vencen después de un plazo dado, pasando a ser del dominio público –o de la humanidad, si queremos ser más pretenciosos. La de Beethoven la he tenido que comprar; Kazaa no la encontró. En definitiva –o acaso sea un romanticismo demasiado amarrado– el libro físico, real, sigue siendo mucho más placentero que su versión moderna, la electrónica o virtual. Creo que mejor voy a Gandhi por el libro (llevo conmigo el luto que los embarga tras la muerte de su fundador).

Descubrir a Juan Goytisolo fue para mi una reafirmación de cómo la buena prosa no es más que un poema alargado, extendido durante páginas, tiempos y espacios. La calma es la única engendradora de grandes obras: todo a su tiempo y nos amanecemos. Así, fui recorriendo las calles de Marruecos, a través de las palabras del escritor catalán, de la cocina de mi amigo marroquí, mientras escuchaba música electrónica sentado en un café del Barrio Gótico. Con el horizonte nuevo y el olfato despierto, reanudé mis andares por las tierras en la que uno está sólo por un momento, ajeno a su propia conciencia, extasiado ante las maravillas más ingenuas de lo desconocido.
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Churros con chocolate

Llegué a Madrid tras una larga jornada aérea. Después de haber volado poco más de diez horas, sin dormir y sentado en la cabina de los sobrecargos, pasando frío y ganas de estar en cama, salí al verano madrileño de 30 grados Celsius a la sombra, acompañado de una modelo de Monterrey, a quien conocí antes de subir al avión. El rumbo: incierto; el objetivo: viajar por Europa Occidental, recorrer sus capitales y llegar, en aproximadamente un mes, a París, donde me esperaría el vuelo de regreso, el avión que me volvería a recordar los placeres de la cama propia.
Decidimos tomar un taxi para ir al departamento de su amiga. Le voy a decir que nos conocemos desde hace mucho, porque si le digo que nos conocimos en el avión se infarta, me dijo. Llegamos al departamento. Tras las presentaciones protocolarias y la alegría de las amigas que llevan meses sin verse, tomamos una siesta que se prolongó acaso más de lo necesario. Habíamos perdido 7 horas en el cambio de horario y, por más emoción que uno pueda sentir ante la novedad, el cuerpo sigue diciendo: espérame tantito.
Madrid es una ciudad como cualquier otra. Todas las grandes capitales del mundo lo son: altos edificios, zonas comerciales, centros nocturnos, bares y restaurantes. Pero también tiene su distinción, alta moda y humor madrileño. Las calles son una pasarela continua, un ir y venir de modelos con los peinados y atuendos más estrambóticos que pueda uno imaginar. Para mí, Madrid fue un día de compras y una visita al Thyssen donde, por primera vez en mi vida supe de qué trataba la magia del impresionismo: no son las figuras sino las plastas de pintura lo que hace a los cuadros espectaculares.
Hay quienes piensan que en esta ciudad encontrarán algo grandioso, digno de ser visto. Acaso existan puertas por abrir, recovecos por donde no sea tan sencillo entrar. Hay tantas ciudades dentro de una misma ciudad, tantos ríos y aguas que corren por debajo sin tocar jamás la superficie. Yo prefiero la vida al nivel de mar, con la posibilidad de horizontes infinitos que el océano ofrece.
A la mañana siguiente, justo al amanecer, partí rumbo a la estación de autobuses. Tomé unos churos con chocolate en el café de la esquina. Allá afuera me esperaba la vida, el infinito por conocer. Me iba y dejaba algo; me iba para poder volver.
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Thursday, October 20, 2005

La mejor forma de irse es saber quedarse
Intro
Pareciera que la vida está siempre en otro lado, en otro tiempo, en una región remotísima, inalcanzable. Andamos sin darnos cuenta, unos más, otros menos, todos en el mismo camino pero en diferente senda: el presente es elección; el destino, un juego de dardos al que le han robado el centro.
Irse: movimiento perpetuo en oposición a la muerte, al letargo indiferente del aburrimiento. Irse: circunloquio perenne, deforestación masiva de membranas caducas. Quedarse: culminación del viaje, deleite activo, a velocidad constante pero apaciguada; ya estás donde debes estar.
Entre irse y quedarse no hay más diferencia que en la manera: todo es cuestión de forma. Habrá unas mejores que otras: unas, alegres y jocosas; otras, serenas y melancólicas; pero, unas y otras, las más y las menos, no son mas que un pretexto para justificar la impotencia del hombre ante la vida, el triunfo inevitable de la muerte, fatua sonrisa del tedio demacrado.
Así, un hombre decide partir de su casa, abandonar la vida conocida por una nueva, en el exilio voluntario, donde el nombre es lo de menos, y nadie vale más que otro porque el otro es uno mismo. De la misma forma, o de otra, según se vea, una mujer espera tranquila a que la vida llegue, el amor se renueve y la muerte, desaparezca entre las sábanas. El se va; ella se queda. La vida se va, no se detiene; nunca regresa. Ellos se van, se detienen; vuelven siempre.

La fotografía se aferra al presente, intenta atrapar el instante, congelándolo, haciéndolo propio, le saca las tripas, de un jalón abrupto para luego, descuartizarlo lentamente, saboreando el rayo de luz que no volverá, la sonrisa espontánea, la geometría del paisaje, el reflejo de un alma que pasó por allí. Al conservar el momento nos hacemos inmortales.
La escritura, acomodo fortuito de ciertos vocablos, también lucha contra el tiempo, contra el destino fijado de antemano, el futuro que nunca existió: la poesía narra la historia como debió suceder, no como realmente sucedió. Así, en la imagen y el símbolo, en el texto y la fotografía, el hombre se va, se queda, da una vuelta; siempre vuelve. Irse o quedarse: misma moneda, distinta cara; los opuestos son los complementos. El y ella: no dos; lo mismo.